Tema único. Ustedes leen esto el sábado, pero yo lo escribo el viernes. Eso quiere decir que estoy absolutamente impactado por el atentado de Barcelona, que todo, y todos, a mi alrededor me hablan de ese suceso y que difícilmente podré escribir de otra cosa.

Conocer el lugar. Por desgracia, -en esto todo es por desgracia - los últimos atentados terroristas han ocurrido en lugares que en algún momento de mi vida he visitado, o incluso vivido; es decir, que, cuando han aparecido en las fotografías de los periódicos o en televisión, he reconocido la calle, la plaza o el puente donde un canalla ha asesinado a alguien, hombre, mujer o niño, que pasaba por allí tranquilamente. Así ocurrió con los atentados de Berlín, París, Londres, e incluso Niza, y así ocurre ahora con esta barbaridad de Barcelona, tan familiar para mí y para muchos de ustedes, supongo.

El contexto. Las Ramblas, y en sus aledaños, la Boquería, el Liceo, etc. lugares a los que hemos acudido cantidad de veces y ahora contexto en el que se produce esta masacre de inocentes seres humanos. La Boquería es un sitio incomparable, un lugar al que ir a pasear y a ver los puestos, o a comprar, o a tomar algo en los magníficos restaurantes y bares donde sirven maravillas. Al teatro del Liceo hay que ir al menos una vez en la vida, a ver y escuchar una ópera, y Las Ramblas, el lugar elegido por estos asesinos, un sitio estupendo para pasear, comprar unas flores, un libro, un periódico. Todo esto está hora manchado de sangre.

La conozco bien. Además de los viajes típicos a Barcelona como turista, uno de mis hijos trabajó allí durante unos años y eso nos hizo ir muy a menudo. O sea que he vivido la ciudad a fondo. Por cierto, nunca tuve el menor problema con el idioma. Me hablaban en catalán, yo respondía en español y ellos me seguían en mi idioma.

Otro atentado. Recordaba yo el atentado de ETA al cuartel de la Guardia Civil de Cartagena, en 1990. Fui allí media hora después de que ocurriera y el panorama era horrible, toda aquella destrucción, la gente herida cayéndoles la sangre por el cuerpo, manchándoles la ropa, las caras descompuestas, los que estaban peor tendidos en el suelo rodeados de personal que trataba de detener una hemorragia, de inmovilizar un brazo roto. El terror, oiga, el terror allí palpándose en el aire. Y eso que en aquella ocasión no consiguieron matar a nadie. Solo malherir a un montón de gente.

Horror. Me entero de que varios de los muertos son niños.

No nos moverán. Lo difícil en estas situaciones es mantenernos en nuestro sitio, en nuestras creencias profundas. Seguir pensando que vivimos en una sociedad multicultural que nos enriquece, creyendo en la democracia, en el derecho de todos los seres humanos a vivir en libertad, a emigrar en busca de una vida mejor, como hicieron nuestros padres y nuestro abuelos, y como hacen ahora tantos jóvenes. A dar acogida a aquellos que huyen de la guerra, de la barbarie y de la explotación de las personas. No nos pueden mover de nuestras convicciones porque entonces ganarían ellos, los canallas, los asesinos.

Tranquilizándose. Voy al club. En las mesas algunos juegan ya al dominó, pero todos hablan de la masacre. «Yo he llamado a mi hermano, que vive en Sitges, pero que tiene a la hija estudiando en Barcelona. Y están bien todos, gracias a Dios» dice uno. «Mi cuñado está allí, trabajando en la hostelería con un contrato de mierda. Le he dicho que se venga con nosotros, que ya saldremos adelante», dice otro.

Por una vez, unidos. Veo en la tele a todas las autoridades guardando un minuto de silencio. Todos allí, juntos, por fin.