Es tener un ventilador, verlo girar, y transportarme a El Cairo o Bombay, a principios del XX. La espera se hace larga en el hotel, entre té y té, mientras llega la hora del encuentro con el espía alemán. Sobre la mesa el sombrero Panamá y el pasaporte. La impoluta americana de lino apoyada en el respaldo de la silla de mimbre frente a la ventana que da al mercado. Aún resuena en mi cabeza el eco de la locomotora del tren que me trajo hasta aquí. Venga, vale... el aire acondicionado dará más frío que su hermano pobre, pero lo único que evoca, y como mucho, es a entrar a un Corte Inglés en verano. Ni comparación.