La voz ´folletín´ me trae el olor rancio y la imagen ratonada de un género literario que dio solaz y alimentó la imaginación de millones de lectores ociosos y amigos de la fantasía que, en lujosos salones y aposentos humildes, se embebían en las historias por entregas publicadas como recortable en los periódicos. Historias comunes reflejo del bien y el mal, con amores imposibles, odios y reconciliaciones inverosímiles, situaciones truculentas y desgracias sin cuento, orientadas fatalmente a un final feliz; o relatos de sucesos legendarios, de tonos lejanos y sombríos, poblados por personajes y acciones fuera de lo común.

La historia interminable de tales relatos por entregas y lo desmesurado de sus peripecias, publicadas en las páginas del periódico o en folletos independientes, para finalmente ser recogidos en gruesos tomos, les mereció el nombre aumentado de ´folletones´, escritos por folletinistas de renombre. Y su éxito popular fue tanto, que dio lugar a la extensa galaxia de lo folletinesco, que calificaba no sólo a lo propio de los folletines, sino a cualquier otra obra literaria o situación real que reflejara emociones y sucesos edulcorados o poco verosímiles.

Este folletín novelero emigró luego a los seriales de la radio, que entretuvieron las mañanas y las tardes de tantas familias pendientes de Ama Rosa, Simplemente María, Lucecita y otras mil historias de Guillermo Sautier Casaseca, Doroteo Martí o Rafael Barón.

Pero, poco a poco, el folletín hablado o escrito fue languideciendo hasta convertirse en un vago recuerdo para los mayores y en una palabra arrinconada en el diccionario. Y su traslado a la televisión con los mismos tonos melodramáticos le arrebató el nombre definitivamente, suplantado por la imagen alargada y sinuosa del reptil elevado a la categoría de ´culebrón´.