Todos los días, a media mañana, el vecino del apartamento de al lado, en la terraza, les lee a sus hijos unos pasajes que deben de ser de la Biblia porque incluyen a menudo la palabra Yahvé. De ese vecino no sé nada, porque es un vecino ocasional que seguramente se irá a final de mes o dentro de una semana. Lo único que sé es que lee con una voz bien modulada, marcando muy bien las pausas y los momentos de mayor tensión narrativa, y que sus hijos pequeños le escuchan en silencio y supongo que con total atención. Ignoro si es un profesor que además es testigo de Jehová, o alguien que simplemente se ha propuesto instruir a sus hijos en la lectura de la Biblia. Este año me podrían haber tocado de vecinos una panda de homínidos borrachos que se dedicaran a poner reggaetón hasta las seis de la mañana, pero por suerte me ha tocado este hombre misterioso que lee a sus hijos unas historias en las que a menudo aparece la palabra Yahvé. Suerte que tengo.

A este hombre y a su familia -mujer e hijos pequeños- apenas los he visto. Los oigo hablar, discutir a veces (cuando las tareas domésticas se hacen excesivas, cuando hay demasiada ropa que lavar y hay que preparar la comida y la niña llora y la otra niña quiere ir a la playa y hace mucho calor y todo el mundo se queja), pero eso es todo lo que sé de ellos. Supongo que ellos sabrán de mí y de los míos lo mismo que yo sé de ellos: casi nada aparte de fragmentos de charlas y ruidos y discusiones y frases aisladas de una conversación telefónica. ¿Quiénes serán esos de ahí al lado?, se preguntarán de vez en cuando, a la hora de la siesta o en las noches calurosas en las que es casi imposible dormir, igual que yo me pregunto quiénes serán ellos y a qué se deberá esa costumbre del padre de leer a sus hijos pasajes bíblicos que siempre incluyen la frase «Y dijo entonces Yahvé».

De los vecinos invernales -los de todo el año- sabemos más cosas, aunque muchos de ellos sean un misterio como lo es para mí ese hombre que lee pasajes bíblicos a sus hijos. A algunos vecinos los consideramos como de la familia porque llevan tantos años viviendo a nuestro lado que ya no somos capaces de imaginar nuestra vida sin ellos. Y otros, en cambio, son desconocidos que llegan y se van, o que llegan y no se van pero aun así siguen siendo desconocidos porque no hablan con nadie ni saludan ni se relacionan. Los vemos con su perro, o corriendo por la tarde con su equitación deportiva, o volviendo de noche con una maleta de viaje y hablando muy nerviosos por el móvil, y eso es todo. Muchos ni siquiera tienen nombre en el buzón, así que no sabemos cómo se llaman. Es probable que prefieran vivir así, sin dar demasiada información, sin revelar nada de su vida, para que no sepamos demasiadas cosas de ellos.

Uno de los cambios más extraordinarios que han vivido las ciudades tiene que ver con nuestra relación con los vecinos. Durante una gran parte del siglo XX, hasta más o menos los años 80 y 90, los vecinos solían ser inamovibles, cambiaban poco y todo el mundo los conocía (una de las pesadillas de aquellos años, por cierto, era la tiranía de las miradas inquisitivas de esos vecinos que espiaban a todas horas a los demás). Pero al mismo tiempo, esa inmutabilidad en la presencia de los vecinos nos daba una tranquilizadora sensación de estabilidad y de permanencia. El mundo, de alguna manera, nos parecía más sólido y más seguro. Y esa sensación de estabilidad es justamente la que ahora ha desaparecido. Y peor aún, con la aparición de los pisos de alquiler turístico casi nadie puede saber quién le va a tocar de vecino, no sólo en verano -cuando eso es más o menos lo normal-, sino en invierno y en los edificios donde se supone que el vecindario debería ser más estable. Esta nueva situación es la que ocasiona desconfianza, antipatía y recelo entre los habitantes de las ciudades. Y esa nueva situación es la que están explotando los demagogos apocalípticos y los nacionalistas xenófobos con sus campañas indiscriminadas contra el turismo.

Nadie puede ignorar que muchos negocios hoteleros explotan de forma inhumana a sus trabajadores. Y nadie puede negar que los vecinos tienen derecho a vivir con un mínimo de tranquilidad. Pero la irrupción de esos supuestos defensores del "derecho a la ciudad" -que nadie sabe en qué demonios consiste exactamente- sólo demuestra que hay gente dispuesta a manipular de forma descarada los miedos y los recelos de los ciudadanos. No es casualidad que la mayoría de atacantes del turismo sean nacionalistas furibundos y por tanto xenófobos y supremacistas. No es casualidad que crean en una visión infantiloide del anticapitalismo en la que la actividad empresarial y el beneficio económico se consideran pecaminosos. Y no es casualidad, en fin, que todos ellos crean en la palabrería anticapitalista con el mismo fervor con que mi vecino veraniego cree en la palabra de Yahvé.