No me gustan los políticos ecologistas, sobre todo por su ingenuo adanismo y por su incapacidad de entender que la ciencia y la tecnología son los mejores aliados con los que contamos para arreglar el daño que hemos infligido a la naturaleza en el último siglo y medio, por sarcástico que resulte. Me molesta sobre todo su falta de visión al oponerse a la energía nuclear, la única tecnología que podría habernos salvado a tiempo del cambio climático, y a la agricultura transgénica, la única que podría salvar de la hambruna a la parte más desposeída de la humanidad. Me parecen posturas irracionales e irresponsables.

Pero sí coincido con el ecologismo radical en que la expansión de nuestra especie ha sido una auténtica tragedia para el planeta. Basta mirar la línea de costa, invadida por horrendos edificios de hormigón, auténticos monumentos erigidos al mal gusto. Con lo fácil que hubiera sido mandar esos desarrollos urbanísticos un par de kilómetros tierra adentro y dejar la costa en su natural integridad, para solaz de la vista y disfrute de todos. También nos deberíamos haber ahorrado ver nuestras ciudades invadidas por innumerables cajas rodantes de acero de una tonelada de media cada una, solo para trasladar de un sitio a otro escuchirrimizados seres humanos que apenas pesan unas decenas de kilos.

No nos debería importar que el o hombre fuera más o menos responsable del cambio climático. Dejar de arrojar porquería a la atmósfera, a los ríos o a los mares debería ser una mera cuestión de cortesía y respeto a la Tierra que nos ha creado y que nos permite seguir viviendo. Si no lo hacemos, pronto nos quedaremos sin bola de queso sobre la que vivir. Y encontraremos nuestro destino final en forma de una gran extinción. Lo que será una estupenda noticia, por cierto, para el resto de especies y para el propio planeta.