Tengo que decirles que solo en el diccionario podrán encontrarse con ese animal fabuloso que todos llaman quimera sin haberlo visto. Si ustedes se dan una vuelta por los estrechos pagos de la Q, seguramente les llegará ya de lejos el calor y el crepitar de las llamas que vomita el monstruo legendario. Pero si son atrevidos y se acercan un poco más, quizá puedan observar la quimérica figura, jamás vista por los mortales. Como si se tratara de un corta y pega de retales, su imagen, por estrafalaria y contrahecha, nos podría provocar la risa, si no fuera por su horrísona apariencia; porque en el bicho se juntan, y no se oponen, una cabeza de león, el vientre de cabra y una cola de dragón.

Si ustedes van y cuentan lo que por aquí han visto, y describen el monstruo con pelos y señales, sus interlocutores, asombrados y haciéndose cruces, pensarán que lo suyo solo son quimeras; que así se llaman, por extensión, todas las invenciones que brotan de nuestro cerebro y que, lejos de ser verdaderas o posibles, son solo imaginaciones y sueños: la felicidad, la riqueza, el reconocimiento social, e incluso cosas más concretas como encontrar un trabajo, irse de vacaciones o disfrutar de la sombra en el desierto.

Y ya puestos, podremos llamar quimera a toda pendencia, riña o contienda que, por su alboroto y agresividad, nos traiga a la imaginación el aspecto desapacible y amenazador del quimérico monstruo. Aunque, como dijimos al principio, la quimera de verdad solo habita en el diccionario y solo allí podemos verla; lo demás es obra de quimeristas amigos de ficciones y de cosas quiméricas.