Andamos a la gresca todo el tiempo a cuenta de refugiados, inmigrantes, tratados comerciales y demás mandangas nacionalistas. A finales del siglo XIX se podía circular por toda Europa, de un extremo a otro, sin necesidad de ningún pasaporte, y eso que aún no existía algo tan malsonante como Shengen.

De eso hemos pasado, después de más de un siglo de supuesto progreso tecnológico, científico y social, a que nos pidan papeles, fotos, deneís, pasaportes y visados hasta para ir al bar de la esquina. Si anuláramos de golpe todas las barreras que los Estados han levantado durante su penosa historia para impedir el tránsito de productos, servicios, personas, dinero e información, este planeta en el que habitamos se volvería inmensamente rico, por no decir inmensamente libre.

Los economistas calculan que la liberación total de fronteras multiplicaría inmediatamente por dos el PIB planetario. La falta de porosidad entre las naciones implica que la presión de los que huyen de la miseria sea literalmente insoportable en los países ricos. La gente se juega la vida, porque su vida actual no merece la pena ser vivida. Si liberamos simplemente el tránsito de mercancías, no tendría que emigrar tanta gente. De esta forma se evitaría la avalancha más que probable si sólo se liberarizaran las fronteras para las personas. Las cinco liberalizaciones simultáneas anularían los peores efectos que cada una de ellas por separado podría producir.

Y no, no sería como los vasos comunicantes, que al final nos igualan a todos. Sería más bien como la subida de la marea, que eleva por igual a los botes chicos y a las barcos grandes. La economía no es un juego de suma cero, y menos a escala planetaria. Así que liberemos al mundo de sus cadenas y que caigan para siempre las fronteras.