Cuando Ulises, también llamado Odiseo, después de guerrear unos años en Troya y de andar perdido bastantes más por los mares egeos, sorteando latófagos, polifemos, sirenas, circes y todo tipo de enemigos, entregado a escaramuzas, aventuras y desgracias sin fin, llegó a Ítaca, bien pudo presumir de haber vivido una odisea, dando nombre sin darse cuenta al viaje largo, con visos de inacabable, en el que el viajero se ve metido en todo tipo de aventuras que lo zarandean de un sitio para otro.

Sin duda, su mujer, la tejedora Penélope, y su hijo, y los cortesanos de su pequeño reino, proclamarían su hazaña con el vocablo odisea, que, frente a la mayoría, no es un ´término cosa´, como los que designan a seres, acciones o cualidades, sino una ´palabra relato´, tan caudalosa y larga como un río, que lleva dentro la historia de una vida; y tanto contenido le vieron que llamaron con su nombre a la larga epopeya que cantaba las peripecias del héroe. Y desde entonces, a su imagen y semejanza, llamamos así a todo viaje entretenido y sembrado de obstáculos, aunque no alcance la categoría de los de aquel Odiseo.

Luego, los habladores sedentarios, de vidas sosegadas y vulgares, ayunas de aventura, añorando las hazañas de aquel Odiseo que guarda con su nombre el diccionario, quisimos emular, aunque fuera de mentirijillas, sus avatares, llamando también odisea a la sucesión de obstáculos, más o menos grandes, que entorpecen, aunque solo sea por un momento, la monotonía de nuestro vivir nada heroico: el aprobado de Matemáticas, unos trámites administrativos o la compra de los regalos de Navidad. Y ahí está en el diccionario para dar cuenta de todo tipo de aventuras y prodigios.