Cuando Donald Trump ganó las elecciones en Estados Unidos saltaron varias alarmas, pues, al margen de las ideas políticas, el nuevo presidente planteaba más incógnitas que soluciones. No es baladí que ocurra en la nación más poderosa de la Tierra, pues sus resfriados acaban en pulmonía para el resto del planeta. Como dice José Antonio Cobacho para la pasión también hace falta un poco de conocimiento.

Fue Platón uno de los primeros en hacer una taxonomía de los Gobiernos, mas la de Aristóteles es más didáctica: existen tres formas puras de Gobierno: monarquía, aristocracia y democracia, que tienden a degenerar en sus degradaciones: tiranía, oligarquía y demagogia. El significado etimológico de demagogo es muy gráfico: el que lleva al pueblo de la mano.

Quizá el término ha quedado como un cultismo, pues en tiempos de pobreza léxica, preferimos populismo para denominar a quien halaga los oídos del electorado con recursos retóricos primarios. Un líder populista no tiene propiamente ideología, porque ser de izquierdas o de derechas es accidental. Cuadra el término con Trump, porque él dice de sí mismo que no es un político. Cual si fuese un Franco redivivo que aconsejaba al director del diario Arriba que hiciera como él, que no se metía en política.

La democracia norteamericana es una de las más antiguas del planeta. Tiene doscientos cuarenta años, mucho más de lo que puede presumir ninguna nación de Europa. La nuestra a su lado, sin llegar a cuarenta es prácticamente un lactante. Su constitución es mucho más sencilla y corta que las del viejo continente, siete artículos y veintiocho enmiendas son suficientes para establecer los principios básicos y una estructura política con una delimitada separación de poderes que ya quisiéramos nosotros. El sistema político norteamericano sigue con fidelidad las teorías de Montesquieu, curiosamente más inspirado en Polibio y su estudio de la República romana, que en el modelo ateniense.

La idea de los frenos y contrapesos (cheks and balances en la lengua del imperio) pretende evitar la acumulación de poder en cualquiera de sus instituciones. Trump es una prueba de fuego para los EE UU. Un presidente que dice que tomará los nombres de todos sus críticos, no cuadra con las maneras de un buen gobernante sino con las proscripciones de un tirano. Su idea de frenar la inmigración mexicana con un muro es tan inútil como frenar un tsunami con un guardia con pito y gorra de plato. Las empresas norteamericanas preferirán abaratar sus precios en el mercado del norte y seguir, allende el Río Grande, produciendo con bajos salarios para el resto del mundo. Sus grandes ideas electorales tienen más de ocurrencia de barra de bar que de genialidades de empresario tramposo. La penúltima, después de demostrar su ignorancia en protocolo y sus maneras de paquebote, es denunciar el Acuerdo de París contra el cambio climático, lo que le alinea con Siria y Corea del Norte, ejemplos de delicadeza con la humanidad. Después acude al G-20 con idea de dejarlo en G-19, porque él va por su cuenta.

Malos tiempos para la lírica y no son mejores para la democracia. El acoso de los populismos es más que evidente y demuestra el hastío de una gran parte del electorado. En Estados Unidos, los hispanos son la minoría más numerosa, por delante ya de los anglosajones; quiere decir que Trump tuvo un voto hispano significativo al que no le importó el desprecio hacia su propia raza.

No obstante, también convendría recordar que es pecado ver la mota en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Nuestro presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, no es menos racista que aquél y, con el beneplácito de los jefes de Estado y de Gobierno de la UE, firmó el acuerdo con Turquía para la devolución de los sirios que venían a Europa a pedir asilo. Así que, puestos a competir en crápulas, tal vez haya que mirarse al espejo.

La degradación de la democracia termina en el gobierno de los demagogos o en el de la muchedumbre, lo que Polibio llamaba oclocracia. Es un proceso al que venimos asistiendo desde hace mucho tiempo y, en primera fila, quienes realmente mandan: los grandes lobbies del dinero. Eso se llama plutocracia y fue siempre una amenaza para la democracia, ya fuera ateniense o romana. Lo curioso es que los primeros que debieran poner sus barbas a remojar son aquellos que hicieron dejación de sus funciones, quienes olvidaron el servicio del bien común y sustituyeron el interés general por el primario de sus bolsillos. Ahí tenemos tanto a los corruptos como a aquellos que consintieron la corrupción. El criterio jurídico de la culpa in eligendo y la culpa in vigilando es también un juicio político y moral que no soportan muchos de los candidatos electos de nuestra vieja nación y joven democracia.

El pueblo no es infalible y la elección de este tipo de líderes debiera ser la enseñanza. Ya pasó en la historia del siglo XX más de una vez: el ascenso de Hitler en unas elecciones es el paradigma. Sin duda fue el castigo de aquellos que permitieron la degradación de los principios que deben regir una sociedad civilizada. Curiosamente estos casos suelen acontecer tras una crisis de ciclo largo. Entonces fue la del veintinueve, no hace falta decir más. Una sociedad tan compleja como la contemporánea puede ser un gran castillo de naipes. La sanción de los electores es nuestro privilegio, pero también nuestra condena.