Cuando en nuestros safaris por el diccionario llegamos a los encogidos y estrechos predios de la Ñ, el paisaje se hace áspero y desapacible, habitado de vocablos ariscos y desabridos, ya desde el principio, cuando la N se pone moño y marmulla al pronunciarla para componer palabras de forma estrafalaria y exótica que a los indígenas del español común no nos resultan nada familiares; más bien nos asombran y nos dejan con la boca abierta ante algo que nos suena más allá del chino y que, además, no nos dice nada. Y así vamos de la ñacara al ñiquiñaque, pasando por el ñacurantú, el ñaque y el ñato.

Dejando atrás a la ñinga, el ñoclo y la ñonga, algo más nos dicen ñoñear, ñoñería y ñoñez con su ñoño balbuceo. Finalmente, saltando por encima de una maloliente ñorda, nos damos de bruces con el escueto y rotundo ñu, que con su mugido oscuro e inquietante nos sobresalta y nos encoge. Pero pronto tan curioso nombre nos trae la imagen del mamífero sudafricano de cuerpo de poni y cabeza de toro que vimos retratado en nuestra cartilla de primeras letras como uno de los escasos y raros pobladores de la Ñ, que escuchamos hace unos años atropellado por los vibrantes acordes de una banda de rock de tal nombre, y que de vez en cuando nos sobresalta entre la espesa polvareda y el dulce sopor que, a la hora de la siesta, emana de los documentales de La 2.

Y entonces nos paramos a pensar que el susodicho ñu, aparentemente distante y extraño, es más bien una imagen cercana y familiar que ya forma parte de nuestras vidas.