Tengo una pugna tremenda con las aglomeraciones y los gritos urbanos. ¿No se amontonan ustedes cuando transitan por la calle y un grupo de viandantes les impide el paso porque se han parado en medio de la vía pública para hablar? Pues eso mismo.

Hay quien va caminando con la familia al completo, emulando a las comparsas de Moros y Cristianos, de punta a punta de la acera, sin reparar en que otros llevan distinta velocidad. Pues que se vayan a vivir al desierto.

Podría enumerar decenas de casos que todos sufrimos a diario y que me hacen soñar con vivir en un mundo ideal, rodeados de plantas, árboles y pajaritos, como el Walden que relató Thoreau en el siglo XIX, en el que la Naturaleza se impone ante la tiranía de la industrialización.

Esa falta de empatía que va a más nos lleva a hacer partícipe al vecino de nuestro mal gusto cuando elevamos innecesariamente la voz en los restaurantes, cuando subimos el volumen de la música en el coche... ¡Con lo agradable que sería poder disfrutar un nivel respetuoso de decibelios en público!

Imponemos nuestra presencia grosera sin echarnos a un lado para dejar pasar a nadie, tiramos la basura fuera del contenedor solo por nuestra comodidad... por no hablar de la invasión de los ultracuerpos: esos que se te arriman en la fila de la caja del supermercado y van echando su compra en la cinta cuando tú no has acabado de colocar la tuya. Por favor: respeten mi espacio vital.

La playa también tiene lo suyo, con el insoportable 'tic-tac' de las dichosas palas: debo de haber tenido una infancia muy rara, porque en mi entorno nadie jugaba a eso: los niños nos limitábamos a hacer castillos en la orilla y los padres a bañarse y refugiarse bajo la sombrilla. Cuando se jugaba al tenis o al frontón, se hacía vestido y en la pista, no lanzando la bola a los bañistas.

Circulen, circulen, y si puede ser, con un volumen más bajo: dejen libre el paso en la acera y no griten, que su conversación y su música no interesan a la mayoría. Con este calor solo me falta que se me arrime hoy esa amiga que me habla a dos centímetros de la nariz. Por lo menos tengo la suerte de verle borrosa la cara, porque además de manías también padezco presbicia.