Estamos de estreno. Nuestra urbanización de la playa luce ya, encendidas, diez cámaras de vigilancia que rodean todo el perímetro. Son las guindas que salpican una valla de más de dos metros que se sostiene sobre un muro algo menor. Con cuatro puertas macizas de acceso, coronadas por puntas de lanza afiladas, ya se ha previsto pedir presupuesto para contratar vigilantes de seguridad. De cine son también los focos que, en zigzag, barren la plaza para que ningún niño juegue fuera de hora o se le ocurra chutar con la pelota o pasear en bici, que son prácticas expresamente prohibidas. Grandes carteles en el propio parque y en la piscina, encabezados por la señal de prohibido, enumeran la lista de pecados mortales, que hace más fácil respirar debajo del agua que fuera. Ahora la presidenta de la comunidad, que es de Madrid, quiere estampar una estrella en todos aquellos que se tomen vacaciones sin destacar su carácter voluntario y su amor absoluto al trabajo. Si fuera por ella todos deberían trabajar más que la Guardia Civil, presa de la frenética actividad a la que le condenan los populares políticos. Ni jamás ni hamás hasta ahora ha habido un robo o un atentado en mi urba, pero seguro que las grabaciones nos van a dar para muchas películas de risa, pues hay vivales a los que se les notará que a altas horas, cuando debía de imperar el estado de sitio, vienen excesivamente contentos; descubrirán a los calenturientos que buscan algo más que vecindad con otras parientas; y, por supuesto, nos permitirá desvelar quién infringe las reglas o, armado con un espray, va pintando en el suelo frases como «La vida es bella». Extramuros, pudiera parecer que traspasábamos las puertas de San Pedro para encontrarnos con el cielo, pero la autoridad ha dictado un bando que impone sanciones por practicar nudismo, orinar en el mar, no vestir con decoro en el pueblo, sacarse los mocos de la nariz, cantar y, por supuesto, criticar al alcalde. Lo único permitido es realizar vertidos y construir allá donde haya un hueco, ensuciar el agua y enladrillar el paisaje, 'chiringatear' la playa o convertir tu vivienda en un zulo, valla sobre valla hasta exclamar ¡vaya! por tanta estupidez. Yo he alquilado un apartamento para rememorar la clandestinidad al grito de «Prohibido prohibir». No sé si saldré vivo, pero lo que tengo claro es que nadie podrá entrar a rescatarme.