El diccionario proporciona encuentros inesperados que, en apariencia, resultan inexplicables y de aparente inutilidad. Si usted, caminando despreocupadamente por los amenos prados de la ene, se topa de manos a boca con una palabra tan rara como esta, debe ponerse en guardia. Lo fácil es pensar en una errata imperdonable que ha hecho crecer la V de un naval razonable hasta convertirse en la B de un nabal aparentemente incomprensible. Pero habida cuenta del cuidado ortográfico de los académicos, será mejor revisar y desmontar tan extraño artilugio, aflojándole las tuercas para retirarle postizos y añadidos, en busca de lo que de verdad esconde en sus entrañas.

Aprenderemos con nuestras pesquisas que en principio existía el término nabo, que nombra esa planta crucífera de raíz carnosa cuya dulzona insipidez dio lugar a que lo de poca importancia o despreciable fuera calificado justamente de chichinabo. Luego, algunos decidieron crear un adjetivo que denotaba las cualidades de lo perteneciente a los nabos, pensando que se podía hablar del sabor nabal de los tales o de la afición nabal de los gustadores de la raíz.

Y otros podrían informar, cosa que no es de creer, de lo que se puede hacer con ellos, como la sopa o la guarnición nabal; aunque nada comparado con la batalla nabal en la que combatió encarnizadamente Pablos, el pícaro buscón de Quevedo, con unas verduleras. Finalmente, los productores de la planta podrían calificar de nabales a las tierras en que los cultivan.

Pero este nabal pronto se consideraría sinónimo del «de chicha y nabo» que poco bueno dice de la hortaliza, y de todo lo que se asemeja con ella, si no es para burla de quien lo oye y descrédito de quien lo dice.