Arrecian críticas al negocio turístico desde distintos frentes. En especial, desde destinos que son referentes del sector: Venecia, Ámsterdam, Barcelona, Mallorca, Ibiza, etc. Pareciera que cierto modelo de turismo, a espaldas del bienestar de las poblaciones locales, estuviese a punto de reventar. Algunos creen que de puro éxito. Ni los propios trabajadores del sector pueden hoy permitirse en Mallorca unos alquileres inflados por la propia demanda externa de pisos turísticos y demás. El comercio tradicional desaparece de los centros históricos; los vecinos del centro de Barcelona no atinan a revolverse por unas calles atestadas de visitantes. Los grandes cruceros atracados en sus puertos, amén de miles de visitantes, arrojan toneladas de partículas contaminantes. Se empieza por entonar lo del «aquí no hay quien viva» y se acaba por llenar las tapias de pintadas del tipo Tourists go Home.

Estas actitudes abiertamente hostiles hacia el turismo no son nuevas. De hecho, si buscamos las primeras reflexiones acerca del fenómeno turístico, comprobamos que el desprecio por turistas o veraneantes era de órdago para la antropología de mediados del siglo XX. Claude Lévi-Strauss comienza Tristes Tópicos, uno de los textos fundacionales de la etnografía, con esta contundente declaración: «Odio los viajes y a los viajeros».

Y es que si lo pensamos bien; ¿qué interés pueden tener las poblaciones locales en compartir sus playas, sus hermosos parajes naturales o sus centros históricos con riadas de potenciales visitantes, cuya masiva presencia amenaza con arruinar su encanto y hacer inviable la residencia en esos centros urbanos gentrificados?

El turismo tiene obviamente costes medioambientales y sociales, amén de gastos diversos al erario público. Es por ello que su promoción por parte de la Administración sólo se justifica si sus beneficios en términos de empleos de calidad, desarrollo de la pequeña economía local o inversión en la conservación del patrimonio compensan tales costes.

En nuestra acogedora Murcia estamos lejos aún de despreciar a los turistas; aunque tiempo al tiempo. Y en especial si volvemos a la senda de ese estilo sonriente e irresponsable que propicia un turismo especulativo, depredador del medio, generador de beneficios para bolsillos ajenos y de economía sumergida y sueldos bajos para el trabajador local.

Y hoy en Murcia, ajenos a cualquier debate serio, vuelve la burra al trigo y a las ocurrencias de siempre. Cuando aún recordamos el fiasco de la Paramount o de ese Guggenheim de los sentidos en Jumilla dedicado a la experiencia enológica, oigo que vamos a promocionar un turismo de excelencia, ligado a la gastronomía, al lignum crucis, a los cruceros y tal. Parece que hay planes de nuevo para urbanizar Calnegre y que un icono de nuestro patrimonio, el Faro de Cabo de Palos, se pretende entregar a la iniciativa privada.

Señores, pónganse de una vez a trabajar; combatan la extrema precariedad de los trabajadores en el sector, propicien que el turismo revierta en la economía de la gente, que genere beneficios en las comarcas de interior. Esos son los índices que habría que evaluar, y no tanto el sacrosanto PIB turístico; un dudoso e interesado constructo creado por un consorcio internacional de empresas del sector, y que nadie sabe qué mide realmente. De lo que se trata en definitiva es que compartir nuestros recursos con los visitantes aporte algo más que fotos de políticos sonrientes y pingües beneficios para algunos.

¿Podemos plantear un modelo diferente? ¿Un modelo al servicio de las familias, de las zonas de interior, de la verdadera economía local? Claro que sí. Tenemos un buen ejemplo en la douce France, ese país vecino al que superamos en número de visitantes pero no en su habilidad para que el turismo beneficie a la economía local, al empleo en las zonas rurales y para ofrecer tanto al visitante como a su gente el país más hermoso que podamos recorrer. No es algo que se improvise de un día para otro.

Si bien, lo bueno de haberlo hecho todo tan rematadamente mal es que hay un enorme margen de mejora; a poco que un gobierno responsable plantee algo remotamente parecido a una política turística al servicio de la Región y sus gentes.