Visitando el diccionario me entero de que término tan rotundo y de significado tan fuera de lo regular identifica a un «personaje muy ilustre y principal por su cargo y poder». Pero no dejo de acordarme de que en los clásicos del cine americano los tales tenían menos de ilustres y mucho más de poderosos, no por su distinguido origen y prosapia sino por ser encarnación del sueño americano, que los llevó de la nada de la marginación al todo de la riqueza y el poder, sin entrar en detalles sobre el método de tal ascenso. Y entonces lamento no haber sido niño vendedor de periódicos en una esquina de Brooklyn ni limpia en un tugurio de los bajos fondos de Chicago ni ayudante de mecánico en Detroit, porque por eso nunca pude alcanzar, en quítame allá esas pajas, la magnificencia de los llamados, por poner algún ejemplo, William R. Hearst, Henry Ford John D. Rockefeller, que les mereció la etiqueta de magnates.

Pero la voz magnate me trae, siempre con el blanco y negro o el tono sepia que marcan la distancia y el paso del tiempo, el aroma de aquellas mansiones de dimensiones descomunales, que brotaban en una colina rodeadas de un jardín de rododendros, con pórticos de columnas dóricas, lujosas estancias y laberínticos invernaderos, pobladas de sirvientes y visitadas por despampanantes rubias platino, donde el susodicho se solazaba vestido de bata de casa o de traje de rayas y solapa ancha.

Hoy, aunque sigue habiendo ricos, e incluso ricos podridos, no tienen la aureola y la solemnidad de aquellos magnates que poblaban las novelas negras y el cine del mismo color, y el vocablo magnate, tan pleno, tan elevado, tan solemne, ha caído irremediablemente en descrédito.