Toda esta triste historia de la crema catalana viene del 2006. Recuérdenlo. Entonces se celebró en Catalunya un referéndum, legal, vinculante, y todo lo que usted quiera, sí, pero donde no llegó a votar ni la mitad del censo. Apenas si llegó al 48%. En ese escaso porcentaje, los votantes aprobaron un nuevo Estatuto Autonómico. Entonces, el PP, que no España ni los españoles, solo el PP como partido en el Gobierno, se dio con las paticas en el culo para interponer un recurso en inconstitucionalidad que, por cierto, se resolvió a su favor cuatro años después, ya en el 2.010. Sobradamente suficiente como para que el problema se enquistase, se encancerase, y los nefastos políticos catalanes, que prometieron venganza, lo gangrenasen. El único, solo y exclusivo escollo estuvo en una, y nada más que una, palabra: nación. El término, el concepto, nación. Nada más y nada menos que eso.

Mi opinión personal, que es una opinión despersonalizada y descremada, por cierto, es que España perdió entonces una oportunidad de oro para haber aprovechado ese obstáculo como transformador del Estado en un modelo superior y mejor de convivencia y estabilidad social. Intentaré explicarme, aunque no sea muy bueno en eso. Veamos. Catalunya no puede calificarse como nación sin que el resto de Comunidades españolas no sean igualmente naciones. La unilateralidad no vale, solo sirve el consenso. Bien. Si se hubiese promulgado un cambio institucional nominativo de Comunidades autónomas (históricas, claro) a naciones, se hubiera logrado, al menos, un par de cosas: rebajar las continuas tensiones con los Catalunya, Euzkadi, Galicia, etc., y dejar sus veleidades nacionalistas vacías de contenido, y propiciar algo importantísimo, como es montar un escenario en el que Portugal se hubiera integrado gustoso. Estoy hablando de la Comunidad de Naciones Ibéricas, una entidad supranacional, un Estado federal que, sin la menor duda, se hubiera puesto a la cabeza de Europa en peso, influencia e importancia.

Pero en este pobre, aciago y desgraciado país, los políticos, mezquinos, mediocres y cobardes, abundan como los piojos, y los estadistas con visión de futuro y amplitud de miras escasean como la kriptonita. Es una auténtica y absoluta desgracia. Una plaga de langosta de proporciones bíblicas empeñada en frustrar cualquier oportunidad de crecer como personas, como seres humanos, y, por supuesto, como colectivo cultural o multicultural e histórico dentro del consorcio europeo. Es más, somos tan rematadamente inútiles, y tan incapaces, que queremos separarnos de nosotros mismos para seguir perteneciendo a una misma realidad social, política y económica: Europa. Hay que ser burros, y no miro a nadie. Pero los catalanes sí que deberían hacérselo mirar. Y que sepan distinguir, que se ve que se les ha olvidado, lo que es un Gobierno de lo que es un país. España no es el PP, y yo entiendo que estén cabreados con el PP, pero no con España. Y a los españoles les digo lo mismo, no confundamos a Catalunya con sus gobernantes. No es lo mismo, por mucho que algunos se empeñen.

Eso sí. Hay algo donde mantengo mis dudas. Y es que a la opinión pública catalana le han lavado el cerebro hasta el punto que comienza a defender una historia falseada, mentirosa, manipulada y embustera. La historia no es catalana ni española. La historia es solo Historia. No tiene padres. Y la auténtica historia es que ellos provienen de la Corona de Aragón, y tendrían que decidir con los maños cómo llamarse, sentirse, relacionarse y entender una historia en común. Pues en la hipotética Confederación de Naciones Ibéricas, lo lógico, lo natural, lo normal, lo de sentido común, es que la integraran los siete antiguos reinos que formaron y conformaron España y que están en nuestro escudo nacional? más Portugal, por supuesto, que ya perteneció a esa Iberia original. Como tampoco sin la Marca Hispánica, o sea, Cataluña, o sea Hispania, o sea España.

Ya? ya sé lo que los catalanes y/o españoles me van a decir. Un sueño, una utopía, una fantasía. Bueno, vale, pero que nadie olvide una cosa: todo lo que es planteable es posible. Es una máxima que siempre, a la larga o a la corta, funciona en la historia. Eso hace que las utopías de ayer sean las realidades de hoy, que lo son, y que las utopías de hoy sean las realidades de mañana, que lo serán, no lo duden.

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