Tenemos un billete de avión en la chaqueta, el neceser preparado, el pasaporte, un libro, la maleta abierta en el pasillo y, ya a flor de piel, un deseo de ver con claridad cosas que nunca hemos visto. El verano nos coloca al borde de algo que tiene la dulzura de los comienzos, aunque sepamos que es más imaginario que real. ¿Y qué es ese algo tras el que vamos? ¿Qué impulsa nuestro deseo de salir de aquí? Yo creo que es la misma chispa que surge en el alma de la persona que ama cuando, saliéndose de sí misma, se siente a punto de captar algo que nunca ha captado antes.

Es el mismo deseo de descubrir una parte nueva de nosotros mismos, de atisbar lo que podríamos ser de haber tomado un rumbo diferente. Se podría decir que en estos días previos está ya todo escrito, pues todo lo que experimentaremos se concentra en la ilusión del viaje, lo que pasa es que luego, a la vuelta, abrumados por la velocidad del regreso, no nos atrevemos a recordar lo que deseábamos, como una forma de mantener intacta la imaginación para la próxima vez.

No veremos nada que no esté en nuestra mirada. Como en el amor, también en el viaje lo único que cuenta es el deseo. Pasear por calles cuyos nombres ignoramos, como amantes en los primeros días del amor, ¿no es eso lo que anhelamos? ¿Qué importa entonces que la ciudad no sea nuestra o que los días sean tan cortos y dejen tan poco rastro? Solo conservaremos lo que veamos con los pensamientos más ardientes, lo que escuchemos con la mayor atención. Por eso no hay nada más ilusorio e irreal que un álbum de fotos. Ni más bello. Porque es el tiempo atesorando los fantasmas del deseo, lo más puro, los espejismos de nuestras vidas. Y como cualquier tesoro, también un álbum de fotos es más verdadero cuando más años pasan.

¿Llegaremos a ver eso que estamos a punto de ver cuando cerramos la puerta a nuestra espalda con la maleta en la mano? ¿Será este el viaje definitivo? ¿Será a costa de la dulzura del comienzo? Quizá solo lo descubramos si somos capaces de aceptar la pérdida de una parte de nosotros mismos o el descubrimiento de una nueva forma de soledad, la que se cobra el mundo real al precio del deseo.

Cuando pase el tiempo y recordemos el viaje en las fotografías, ojalá reconozcamos, detrás de lo que perdimos en el camino, qué era lo que buscábamos.