Escribo sin haber visto el primer capítulo de la nueva temporada de Juego de Tronos, que debió estrenarse ayer en el canal de pago que la emite. No hay que haberlo visto para saber que alguien probablemente habrá muerto de forma inesperada, alguien habrá resucitado y la seductora Danaerys nos habrá sugerido otro rincón oculto de su anatomía.

No soy un gran entusiasta de esta serie, pero la sigo puntualmente y reconozco la valentía de ofrecer al gentío televisivo una trama tan complicada, con esa mezcla tan aquilatada de realismo bélico y aterradoras fantasías de ultratumba. Lo normal es que que la audiencia hubiera abandonado ya, aburrida por las complicaciones argumentales, tamaño folletón medieval. A veces te sientes más perdido que un pez de pecera en el Océano Índico.

Está claro que esta gente de la HBO ha dado con teclas importantes para mantener vivo el interés del personal seriéfilo. Lo primero es que no se cortan con el presupuesto. Tratan cada temporada como una superproducción y se gastan lo que no está escrito para lo que no deja de ser una simple serie televisiva. Lo segundo es que no dudan en cepillarse a personajes principales de la trama sin la más mínima compasión. Ello contribuye a mantener al personal en vilo, ya que nunca tienes la certeza de que los guionistas no vayan a mandar al otro barrio a tu personaje favorito.

Finalmente, y me parece lo más brillante, la serie guarda una gran contención al mostrar los elementos fantásticos de la historia (los jinetes blancos, los dragones, la magia negra que permite la resurrección de Jon Snow, las visiones de Bran Stark), haciendo que estos elementos ejerzan una fuerte influencia dramática, sin apenas mostrarse hacia fuera, excepto en momentos muy medidos. Por lo visto, el invierno se acerca. ¡Y yo con estos pelos!