Los brasileños y portugueses se odian cordialmente, como corresponde a la relación entre antiguos colonos y colonizados. Los portugueses tienen un dicho: «Para hacer una pequeña fortuna en Brasil es preciso empezar con una gran fortuna», reflejando, con pesimismo típicamente portugués, la historia de tantos expatriados que perdieron sus capitales allende los mares. Por su parte, los brasileños dicen: «¡Ah, Portugal! un gran país con muchos doctores pero muy pocos hospitales», en este caso haciendo mofa de la pomposa manía portuguesa de llamar ´doctor´ a cualquiera que tenga una posición social medianamente aceptable.

Otro sarcasmo corrosivo e ingenioso a propósito de Brasil: «Es el gran país del futuro, y siempre lo será». Toda esta coña gira alrededor del hecho insólito de que un país con unos recursos naturales espectaculares, solo a la altura de la paralizante dimensión de su burocracia y de la corrupción de sus gobernantes, nunca acabe de despegar del todo. Si creyera en los poderes sobrenaturales, me imaginaría a dos dioses en continua disputa por Brasil: uno regalándole bendiciones y otro contrarrestando su buena fortuna a base de maldiciones.

Lo último de este culebrón interminable que parece constituir la historia de Brasil es un presidente Temer acosado por las acusaciones de corrupción por parte de un magnate de la carne previamente empapelado por infracciones sanitarias en el proceso de producción, al que se suma la condena a nueve años de cárcel al antiguo y popular presidente Lula de Silva.

Pero el mayor problema de este impresionante país sigue siendo una legislación laboral esclerótica (el 80% de los contratos laborales acaban en el juzgado a su término) y una burocracia estatal paralizante e ineficiente. Son dos maldiciones heredadas de un imperio construido por portugueses, ejemplo de cómo crear una administración que se sirve de los ciudadanos en lugar de servirles a ellos. Brasil y portugal siempre proclaman su hermandad, pero no olvidemos que Abel y Caín también eran hermanos.