Han pasado dos décadas desde aquella calurosa tarde de sábado de julio de 1997. Yo tenía entonces 12 años y estaba en casa de mis abuelos cuando a las 4 de la tarde comenzaron a repicar las campanas de la iglesia del pueblo. Nadie podía dormir. Al sopor de la fecha se unía el dolor revestido de falsa y optimista incertidumbre ante lo que iba a pasar con Miguel Ángel Blanco. Mi abuela me mandó salir a preguntar por qué sonaban las campanas, ajena a que lo hacían por un muerto al que aún tardarían unas horas en encontrar. Una vecina me contestó que «es por el muchacho que va matar la ETA». Creo que todos, como en cualquier suceso traumático para una sociedad, recordamos perfectamente qué hacíamos y dónde estábamos cuando los terroristas intentaron poner en jaque a la nación.

En aquel momento, aunque no éramos capaces de verlo, comenzaba el fin de ETA, aunque por entonces no esperáramos que ese final fuese maquillado. Españoles de toda condición e ideología se unieron y entendieron que no se podía ceder al chantaje de los asesinos, a la extorsión de los mafiosos. José María Aznar y Jaime Mayor Oreja iniciaron entonces una gran ofensiva contra el terrorismo, unidos con el Partido Socialista, y dando lugar a una unidad política constitucionalista en el País Vasco sin precedentes. Fueron a por ellos en las instituciones, atacando su financiación y su presencia en espacios públicos, poniendo en marcha la ley de partidos e ilegalizando lo indigno. El PNV, como de costumbre, jugó a ser decente unos meses, para en 1998 sumarse al Pacto de Estella que firmó con Herri Batasuna y, no lo olvidemos, también con Izquierda Unida, un hito en la historia heroica de esta formación que puede ayudarnos a entender de dónde viene la pasión por la democracia de muchos de sus líderes comunistas.

De la unión de los buenos, de aquello que se llamó 'Espíritu de Ermua', no quedan ya ni las costuras. Si acaso, algún verso tan suelto como incómodo. Es posible que se haya logrado una derrota operativa de ETA, pero las ambiciones políticas y el asalto a las instituciones se mantiene. Es más, se sostiene gracias a una parte de la clase política que en 1997, y durante muchos años, se mantuvo en el lado de los que repudiaban el terrorismo. Hoy, una parte amplia de la nueva izquierda, la de la socialdemocracia vestida con chándal chavista, alaba sin reparos a quienes tienen la violencia como credo político. De aquél « Otegi es un hombre de paz», de la paz de los cementerios, se entiende, estos lodos.

Ahora, veinte años después del brutal asesinato a cámara lenta de Miguel Ángel, son muchos quienes han querido homenajear a este concejal del PP, pero ya ni para eso hay acuerdo. Carmena se niega a colgar una pancarta con su nombre, aunque del balcón consistorial de Madrid solo haya faltado por colgar la colada de la señora alcaldesa; el PSOE, por su parte, veta en varios Ayuntamientos los homenajes y la denominación de espacios públicos con su nombre «porque los homenajes no pueden discriminar a otras víctimas». Sólo la maldad, el odio y el sectarismo pueden conducir a estas posturas. Y esas posturas sólo pueden calificarse como mezquinas.

Porque, por mucho que algunos bramen indignamente, Miguel Ángel Blanco es de todos, es un símbolo de la lucha por la libertad, una parte del patrimonio democrático de todos los españoles. Y, como Miguel Ángel, también son nuestros Gregorio Ordóñez, Ernest Lluch, Fernando Múgica, Joseba Pagazaurtundua, Fernando Buesa o Juan María Jáuregui, entre otros. Porque cada vez que se homenajea a uno de ellos, cada vez que una calle recibe su nombre, no sólo recordamos a esa persona, sino que traemos hasta hoy la heroicidad de quienes dieron su vida por la libertad y la dignidad de una nación. También es, por supuesto, un sano ejercicio de memoria histórica reciente, pues el recuerdo y la justicia no sólo duermen en las cunetas.

Quien no entienda esto es, en términos políticos, poco menos que despreciable. Quien lo entienda pero esté dispuesto a someterse a tal enjuague moral, haciendo pasar a los etarras y a su entramado por una banda de samaritanos incomprendidos, es porque, en el fondo, comparte objetivos políticos con ellos, lo cual es para plantearse no pocas cuestiones de calado. Unos y otros quieren borrar la memoria de Miguel Ángel y de todas las víctimas, hacer como que eso fue cosa de unos chavales del barrio a los que la droga les llevó a hacer estas cosas. Hace poco, decía un concejal de Bildu, la Batasuna lavada con Norit, que había faltado 'imaginación' para ponerse en lugar de las víctimas. No, hombre, no. No faltó imaginación, os faltó decencia, humanidad, escrúpulos y vergüenza; imaginación había, y bastante, pero se volcaba en cómo construir bombas, volar cuarteles de la Guardia Civil o reventar hipermercados. Con todo, reconozco que su estrategia da frutos, ya que muchos de quienes hoy tienen veintitantos años no saben quién fue Miguel Ángel y, son cada vez más quienes ven la lucha contra el terrorismo como un conflicto entre iguales, participando de forma entusiasta en un ejercicio de demencia senil colectiva.

No sé si todo esto se puede revertir, si los españoles podremos volver a estar de acuerdo con algo tan básico como que matar a alguien por defender unas ideas políticas democráticas es condenable, con independencia de cuáles sean esas ideas. Parece lejana la posibilidad de que todos entendamos que no es igual el que extorsiona que quien paga la extorsión; que no es lo mismo encerrar a alguien en un zulo y pretender dejarlo morir, que ser la persona que va a morir; que no es igual descerrajar dos tiros en la nuca que llevar alojadas las dos balas en el cerebro.

Para quienes creen que la solución a todo es la educación, algo más que discutible, podríamos proponer recordar todo esto en los colegios. Es posible que nuestros legisladores encuentren la manera de incluir en los planes educativos un hueco, entre donde ponga que el Islam es una religión que mola y que Colón era catalán, para explicar quién fue Miguel Ángel Blanco. A lo mejor, así, los jóvenes entenderían por qué aún somos bastantes los que nos emocionamos cuando vemos las imágenes de aquellos días de 1997 y por qué la causa de la libertad y la democracia en España le debe tanto a un concejal de Ermua.