Les diré que, a mi parecer, horizonte es una de las palabras más despejadas y optimistas que uno puede encontrar en sus aventuras por el diccionario. Si hay vocablos neutros que no nos dicen apenas nada, y otros que nos sirven sólo para mirar atrás, nos encierran en nosotros mismos o nos hacen tropezar con catástrofes y tragedias, este horizonte mira siempre hacia delante, al más allá, en busca de lo nuevo, lo desconocido, lo que nos saca al menos con la vista o con la imaginación de las estrecheces del vivir cotidiano.

Horizonte ensancha nuestro límite visual a los confines donde parecen juntarse el cielo con la tierra, forme esta inmensas llanuras, cumbres escarpadas o superficies marinas aparentemente inacabables. Y también marca la línea que encierra el espacio circular del globo terráqueo, como si fuera el cinturón que le impide desparramarse por el abismo de la nada. Además, el horizonte es un lugar, un paisaje generalmente lejano que se sitúa más allá de los pagos de nuestro vivir cotidiano: aquellos horizontes lejanos, también llamados horizontes de grandeza, que buscaban los pioneros de los filmes del Far-West, o los horizontes perdidos donde los accidentados viajeros de un avión extraviado encontraron el reino de Shangri-La.

Con horizontes ponen los grandilocuentes fronteras a los países e imperios, con esta línea imaginaria nuestro optimismo nos lleva a poner límites a una situación o un proyecto, y con él señalamos el conjunto de posibilidades que se nos ofrecen, llamémosle horizonte cotidiano u horizonte a largo plazo. Y últimamente podemos llamar con pesimismo o con indisimulada satisfacción, según convenga, ´horizonte penal´ a los malos tiempos que se le avecinan al corrupto y al prevaricador.