Si yo fuera miembro del club de amigos de Lee Marvin, me pasaría el día viendo La leyenda de la ciudad sin nombre. De ella, me divierte especialmente aquel desenfreno sexual del vástago de la familia de puritanos, adecuadamente enseñado en las fiebres venéreas por el hombre que nació bajo el signo de la estrella errante. Ese joven muestra qué tipo de energía psíquica tenían que disciplinar aquellos metódicos e inflexibles pioneros del capitalismo que dibujara Weber. Siempre he considerado una tragedia intelectual que no pusieran sus ideas en común Freud y Weber, aunque no debemos olvidar la parte de tragedia personal que, en el caso del alemán, hizo imposible que se pusiera en manos del médico austríaco. La resistencia de Weber al psicoanálisis fue célebre. De haber creído más en Freud, aquel activismo desenfrenado de los puritanos, volcado hacia la producción de bienes, le habría parecido a Weber exactamente la contrapartida de ese otro desenfreno volcado a la disipación erótica, que había que aplacar con gigantescas e incomprensibles sublimaciones.

Los que procedemos del mundo campesino mediterráneo, con su sereno naturalismo, no entendemos ni una ni otra fiebre. Pero los que proceden de aquellas premisas puritanas tienen un problema. Reírse de las entrañas puritanas de Norteamérica es lo menos que podía hacer una comedia como Paint your wagon frente a aquellos hombres tétricos, los más terribles enemigos del teatro. Desde entonces, como sabemos, cargar con ese pasado puritano y superarlo ha sido uno de los empeños más constantes del cine norteamericano. Si alguien quiere tener una idea de lo que hablo, que revise la saga de Fargo, con su universo mítico propio de un mundo desolado, el del invierno de Minnesota, y su lucha eterna entre el bien y el mal. Hasta aquí nada particular. Pero que el director de cine Jim Jarmusch se haya aproximado una vez más a este universo gnóstico en su penúltimo filme, Paterson, no deja de ser un aliciente para perseguir unas de esas aspiraciones de recreación del pasado esencial de América y de encontrar en el presente una metamorfosis para el hombre puritano.

Cuando pusieron Paterson en los cines, hace unos meses largos, no pude ir a verla y, como casi todo lo importante, he tenido que culminar el deseo a destiempo. La ventaja de este tipo de cumplimientos tardíos es que puedes hablar de ellos con toda libertad. Todo el mundo ya ha tenido la experiencia y ya no temes hacer spoiler a ningún amigo. No obstante, y por si acaso, procuraré atenerme a las reglas del género y no ser demasiado explícito. Por supuesto, estamos ante una película que es más bien una obra de teatro y por descontado Jarmusch, que sí es del club de amigos del célebre actor, ha querido dejar constancia de sus amistades bautizando al tercer personaje de su película con el nombre de Marvin. En un universo que recuerda a las películas de ángeles de Wim Wenders, Marvin sólo puede ser el nombre de una fiera. Más o menos domesticada, desde luego, pero una fiera. Basta mirarla cuando se repantiga en el sillón orejero. Jamás estamos seguros de sus intenciones. Cuando observa a Paterson, a veces tenemos la firme convicción de que si no ataca es por pura condescendencia. No sabemos a ciencia cierta por qué lo odia, pero lo odia. Todo el tiempo se presiente. Entre Marvin y Paterson se juega la misma escena de bigamia que en La Leyenda de la ciudad sin nombre. La cosa no puede acabar bien. El que haya visto la película sabe a qué me refiero. Una mujer encantadora, la iraní Farahani, y dos hombres en casa. Lo de menos en este caso es que Marvin sea un perro.

En una casa de ángeles, un perro como Marvin sólo puede ser el símbolo y la alegoría de prácticamente todo lo mundano, y desde luego no de lo bueno. En este sentido constituye un contrapunto, en una película que es toda ella una máquina de compensaciones, lenta, premiosa, aburrida como la vida en el paraíso. Y para que todos los símbolos se cumplan al pie de la letra, Paterson, el ángel puro que sobrevuela el mundo de los humanos, tiene como finalidad conducirlos con eficacia en un autobús de línea. Nada de las pomposidades de El cielo bajo Berlín, con su Staatsbibliothek y sus citas de Homero. Un conductor de autobuses es el mejor disfraz para que un ángel pueda hacer su tarea.

Y su tarea es observar la vida y trascenderla en el poema. Me encanta esta manera de presentar las cosas que tiene Jarmusch, quizá porque estoy cansado de la exégesis de Heidegger sobre Hölderlin, con todo eso de reunir a un pueblo de pensadores y poetas en la experiencia esencial de la verdad. Un conductor de autobús prendado de una cajeta de cerillas. Eso es. Un conductor de autobús que está allí guardando la realidad, sea una colla de pasajeros, un grupo de jóvenes o una niña abandonada. Ya sabemos que la técnica fundamental del cine de Jarmusch, que se ha hecho general en el cine americano, son los encuentros casuales. ¿Qué sería de Mad Men sin esos encuentros aleatorios? De ellos toma nota el poema, que no es sino cierta acta notarial del azar. Así la luminosa faz del mundo se conserva en el cuaderno de Paterson, algo que si bien se mira es un nombre cristológico, el hijo del padre. Y en realidad, el artista que da vida al personaje, Adam Driver, tiene ese aire mesiánico de no ser de este mundo, pero de no tener otra tarea que salvarlo.

El contrapunto de Paterson son los seres humanos. Esa pareja de enamorados perdidos en su desamor, en el bar. O el inspector pakistaní, atravesado por las grotescas, ridículas y dolorosas aventuras de los sencillos hombres. Paterson no tiene ante ellos sino perplejidad, valentía protectora y buena educación. Pero no pueden pasar a su poemario. Lo peor que se nos dice de ellos es que son un poco actores, melodramáticos, necesitados de palabrería. El régimen verbal de Paterson deja claro que su alma es la de un puritano. Que vuestra palabra sea sí cuando sí y no cuando no. Eso es lo escrito. Y sin embargo, cuánto ritmo en ese poema dedicado a la caja de cerillas, sobre todo cuando una de sus poliédricas varitas mágicas deja escapar un alma volcánica, generosa, iluminadora, de luciérnaga rota, cuando enciende el cigarrillo de la amiga. ¡Cómo deja brillar sus labios rojos con el fuego de ámbar de su cabecita rota! Entre lenguaje profano y sagrado, la distancia de lo público a lo secreto. Esos poemas no los leerá nadie. Marvin se encargará de eso. La salvación del mundo pendiente de las garrar de un bulldog.

Jarmusch ha querido dibujarnos en Paterson el tipo humano que desearía para América. Sencillo como un conductor de autobuses, frugal como un eremita, enamorado como un adolescente, atento como un poeta, enraizado, fijado, apegado a ese último espacio natural de una pequeña corriente de aguas rápidas en la que todavía resuena el último eco de Thoreau. Y ha querido avisarle que tenga cuidado con Marvin, esa bestia celosa de la felicidad humana. Por supuesto, aunque ahora habite en casa, esa bestia tiene sangre de bulldog inglés. Pero Paterson no debe darse por vencido. Sus poemas sobrevivirán. Al final, no deja de haber un nacionalismo cultural en la película. William Carlos Williams, o Emily Dickinson, no escribieron en vano. Una providencia del azar, una compensación de los encuentros rige el mundo más allá de la brutalidad de los Marvins. Un extraño, venido de lejos, nos devuelve el cuaderno, en blanco, perfecto, para salvar allí la fugaz lluvia sobre el rostro asustado del mundo.

Cuando todos vivamos con la renta básica, tendremos que pensar en serio en este tipo humano de Paterson. Y tendremos que mantener a raya a esa bestia imperial, a Marvin.