Vivimos, como siempre, al borde del tiempo. Hoy, como todos los días, es el último día de nuestra historia, el momento más moderno.

Aunque quizá por diversos motivos jamás, a lo largo de la historia, habíamos tenido la sensación de que todo es tan instantáneo, efímero, fugaz. Todo fluye a una velocidad desacostumbrada. Las modas y las ideas son pasajeros de un vertiginoso viaje, las relaciones efímeras, los gustos y los valores varían cada década, cada año, cada día. Las noticias se suceden a un ritmo frenético. La fama es siempre provisional. La verdad ha dejado de ser el resguardo de nuestra realidad para convertirse en un acto de fe mal pagado.

Las nuevas tecnologías facilitan esta sensación de transitoriedad. Las imágenes vuelan, la velocidad de la vida parece querer imitar el ritmo de una acelerada pantalla de cine o un videoclip. Música, internet, YouTube, Facebook, Whatsapp: dos días desconectado de tu smartphone y el futuro parece haberte abandonado en una cuneta del pasado: nadie espera a nadie.

Vivimos con prisa, las ciudades son máquinas imparables de servicios y ruido, relojes eléctricos que jamás se detienen. Las ciudades son cápsulas que viajan hacia el futuro y arrastran nuestros cuerpos lubricados por la cafeína.

Antes, las fotografías remitían al pasado. Las imágenes de las fotografías eran símbolos de algo que habíamos vivido, sensaciones antiguas, la niñez, capturas de pantalla de nuestros recuerdos, familias en sepia que permanecían imperturbables a un margen del tiempo para que el olvido no las pulverizarse en su atroz carnicería. Sin embargo, ahora que el pasado ha sido abolido, que el presente impera como un monarca despótico, las fotografías funcionan como un espejo del presente. Echamos fotografías de nosotros mismos, no de amigos que queremos recordar ni paisajes ni de instantes que han sido escenarios de nuestras emociones. Nos fotografiamos incesantemente para constatar que estamos vivos, que existimos ahora y participar de esta eternidad detenida y espectacular en la que estás o no existes. Colgamos nuestros retratos en las redes sociales para dar constancia de nuestra presencia en el mundo. «Aquí estoy», gritamos desde el marco digital de nuestra cuenta de Instagram. «Este es el helado que me estoy comiendo justo ahora, estos son mis pies en estos instantes mientras existo, como todos podéis comprobar».

Las imágenes ya no evocan el pasado: son el testimonio de lo efímero. Fotografiamos el presente porque sabemos que el vertiginoso paso del tiempo nos está borrando de la realidad.