"Ahora leo el diccionario", proclamó el viejo Azorín cuando estaba ya de vuelta, tras patear las trochas, caminos y posadas de los pueblos de España, lo que le hizo experto conocedor de primera mano del vivir y el hablar de sus gentes. Con ello no hacía más que confirmar la ósmosis entre las cosas de la vida y las palabras del libro que las nombra. Seguía así las ideas de Belarmino, el zapatero filósofo de Pérez de Ayala, que llamaba al mamotreto académico «epítome del universo, prontuario sucinto de todas las cosas terrenales y celestiales, clave con que descifrar los más insospechados enigmas». Y en esa idea de la misteriosa capilaridad de lo vivido y lo leído, aunque planteada a la inversa, insiste Juan José Millás cuando supone que «quizá el universo no sea más que un gigantesco libro que alguien lee con pasión».

Con todo esto, algunos confirmamos que el diccionario es un predio al alcance de todos, un territorio que al español sentado se le ofrece abierto a la sorpresa y la aventura, al encuentro con las cosas cotidianas y con lo más lejano y recóndito; un teatro que nos confirma lo vivido y nos representa, para nuestra sorpresa, lo imaginario y lo ignoto; un mágico catalejo para observar lo extraordinario y lo nimio, lo creíble y lo increíble. Todo junto; pero no revuelto, esperándonos a la vuelta de cada una de sus páginas como un ordenado caos que nos hará protagonistas de un viaje interminable.

Y estos breves escritos darán cuenta mínima, de lunes a viernes durante este verano, de alguna de sus etapas, que nos llevarán al encuentro de los seres que lo habitan.