Créanme, por favor, yo soy de los que lo pasan mal cuando la gente, delante de mí, o en diferido, discute. Yo sufro cuando una pareja se enzarza y atropella en el discurso y debate y él, o ella, se dicen subiendo el tono: «¡Lo cuentas tú o lo cuento, yo!».

Y vengo sufriendo desde los tiempos de Quevedo y Góngora; de verdad, cuando se reían en verso los unos de los otros; de don Francisco por sus pies deformes (cojo de nacimiento) y su mucha afición al vino y la muy poca a las mujeres.

Yo sufro desde el colegio, cuando me explicaban las sátiras. Y hace unos días, cuando sus respetables señorías, los señores y señoras diputados y diputadas, nombraban a Quevedo con enjundia y ganas de ofender al rival; sufro porque se le empañaron las gafas al poeta y se removieron los seis huesos que de él conservamos (los dos fémur, el húmero derecho, la clavícula del mismo lado y cuatro vértebras). Enconados, rabiosos, mal encarados desde la tribuna del Parlamento se largaron lo que no daba tiempo a tomar nota por los profesionales de la reproducción de discursos oficiales.

Recuerdo aquellas señoras taquígrafas impasibles ante cualquier disgusto, berrinche o derroche de la oposición.

Sus señorías echándose en cara, todos ellos, las vergüenzas, poniendo a Quevedo por testigo cuatro siglos después de que le enterraran entero. Confundiéndose las lenguas con el atropellamiento lógico queriendo contestar con contundencia (ver trabalenguas del presidente del Gobierno); dando caña en barra libre llamándose ladrones y desalmados, mal financiados, reprochándose los amigos entre rejas los unos a los otros.

Yo sufro con las cosas que se dicen, con las horas y horas de disgusto generalizado que acumulan para hacernos creer que nos defienden, que se ganan lo que cobran. Sufro aunque me cuentan que luego, tras el debate, en la cantina (el Parlamento tendrá algo más importante que una cantina) nuestros políticos conviven como si en el hemiciclo no se hubieran dicho nada. Yo sufro con estos despeinados de rabia y frustración por no permitirse gobernar; hoy tú, mañana yo, amablemente, sin improperios ni ironías ni desprecios al amor (que hasta esto ocurre cuando el tono toca el techo agujereado por aquel verso inolvidable: «Se sienten, coño»).

Con el calor que hace estos días y el acaloramiento de sus señorías en el ánimo; casi fiebre, cuando hablan de corrupción. Antes, a un diputado que hubiese sido en Cortes (puedo poner ejemplos) se le hacía una estatua en su pueblo natal; ya para toda la vida, ilustre; revoloteando aves alrededor de su levita.

Ahora solo quieren una pensión abundante y no les interesa un bronce en Vallecas ni en Torrelodones. ¡Cómo se hablan, con qué inquina! Yo sufro, sin remedio, esta falta de generosidad con el vulgo indocto.