¿Quién sabe lo que ocurre dentro de un árbol? A propósito del incendio de Portugal y de la caída del Ficus de Santo Domingo se han escuchado estos días cosas asombrosas que yo no había oído nunca. Se ha dicho, por ejemplo, que un rayo puede caer en un árbol, dejar una cicatriz en forma de espiral en la corteza y, enroscándose en el tronco, quedarse a dormir varios días mientras su sueño produce una combustión interna que puede dar lugar a futuros incendios. Y también he leído que las raíces escarban la tierra en busca de agua y minerales y pueden alcanzar distancias kilométricas de modo que, aunque los árboles parecen inmóviles, bajo tierra se mueven entre bacterias, escarabajos y tuberías creando un tejido que les conecta con el bosque, por muy lejos que esté. Además, mediante hilos de hongos, los árboles se intercambian carbono, agua y nutrientes de modo que, si cortas un árbol, los que hay alrededor también sufrirán.

Me gustaban los árboles porque estaban quietos. Podías abrir la ventana con la certeza de que seguirían en el mismo sitio donde los dejaste la noche anterior. Pero también me gustaban porque su quietud es solo una forma orgullosa y noble de encarar las embestidas del viento y la lluvia, sabiéndose más expuestos a las tormentas cuanto más fuertes son. Al descubrir esa vida subterránea, los árboles me parecen todavía más fascinantes. Anclados en el suelo, bucean para chupar agua de la tierra y subirla a decenas de metros, desafiando la gravedad, absorbidos por la luz.

Cuando el ficus se quebró, los testigos escucharon un enorme crujido que describieron como un trueno. Primero una lluvia de hojas, después la desbandada de pájaros y un temblor subterráneo. Finalmente, el desplome de las ramas y un arañazo en las fachadas. Ahora en el centro de la plaza solo está su esqueleto de madera, lleno de heridas. Pero su presencia sigue siendo imponente. Antes con su bella y espesa oscuridad, ahora con su indefensa desnudez. Como siempre pasa con la naturaleza, lo que le ha ocurrido a nuestro árbol nos muestra el misterio de la belleza, tan cotidiana e incomprensible, tan próxima al horror. Como dice Annie Dillard, es cierto que el mundo es un derroche de dolor, pero es mucho más que eso y no podemos olvidar que la naturaleza también es influjo de luz.

El ficus nos tenía a todos hipnotizados. Desde la lejanía de los bosques, nos traía el regalo de la belleza para nuestros paseos por la ciudad.