Llevo cuatro años escribiendo artículos en este periódico. He hablado de política internacional, de actualidad nacional, de oratoria, de patriotismo. De casi cualquier tema que me propusieran los sucesivos miembros de la junta directiva de la asociación a la que pertenezco, o de cuantos asuntos se me hubieran ocurrido en los días previos a la publicación. He tratado temas que hubiera debido conocer mejor, y otros que me apasionaban tanto que han acabado siendo un bodrio por exceso de información. Leo algunos que casi diría que me avergüenzan, otros de los que me siento particularmente orgullosa y otros que prácticamente no recuerdo haber escrito.

En esa última categoría, hace unos años publiqué por primera y última vez sobre feminismo, o si lo prefieren sobre el derecho de Cristina Pedroche a llevar un vestido transparente en las campanadas. Hablé sobre la conveniencia de que las mujeres hagan lo que consideren oportuno cuando lo consideren oportuno, con independencia de lo que digan aquellos que las machacan o aquellas que dicen defenderlas mientras coartan su libertad. Razonaba que nunca me había sentido discriminada por ser mujer, que la ideología de género referida a la desigualdad entre hombres y mujeres era más retórica que real y que determinadas actuaciones, particularmente la perversión del mal llamado lenguaje inclusivo, suponían más un menoscabo en la hipotética lucha que un impulso para conseguir sus legítimos objetivos.

Desde que escribí ese artículo he tenido cierta obsesión con la crítica a la vestimenta. He observado cómo mujeres de altísimo perfil profesional tienen que enfrentarse, en más ocasiones de las que debieran, a una dicotomía que no debería ser tal: tienen que elegir entre ser tomadas en serio profesionalmente o explotar su feminidad. Y con esto último no me refiero a ningún ejercicio de destape, ni a escotes imposibles o maquillajes extravagantes. No. Hablo de las situaciones diarias a las que se enfrentan muchas mujeres al ser cuestionadas profesionalmente por su entorno en relación a cuán ajustado sea su vestido o de qué tono de rojo sea su pintalabios. Como si sus acciones diarias, sus argumentos o sus estrategias de negocio tuvieran una relación de causalidad directa con la tela que les cubre. En la era de la revolución de vestimenta del Parlamento hemos aceptado que un candidato a presidente vaya a ver al rey en vaqueros, pero no que una mujer pueda sentirse guapa y a la vez ser al menos tan capaz como su compañero varón o, incluso, su compañera de escaño que legítimamente decide llevar otro tipo de ropa.

Hoy les voy a hablar de un caso paradigmático que ilustra esta situación. Ester Muñoz de la Iglesia es senadora. Portavoz de Justicia del PP, concretamente. Fue campeona nacional de oratoria en esa época en la que no había diez torneos por minuto. Es especialista en Derecho Internacional privado (¡hasta tiene un máster por nuestra UMU!). Es incisiva, metódica, seria, altruista. Un animal político en lo orgánico y una extraordinaria técnico en lo legislativo. Muchos la catalogan como parte del futuro del partido.

Pese a todo lo anterior, tiene un problema: es joven y guapa. Más joven y más guapa que la mayoría. Su vestimenta lo refleja también. Vistiendo de manera apropiada para el ejercicio de su cargo, le gusta arreglarse como a otras tantas mujeres y llama la atención de los que están alrededor por su aspecto. Igual que otros tantos senadores de su entorno con un evidente atractivo físico, por cierto. La diferencia es la presunción de capacidad e inteligencia que se realiza sobre unos y otros.

A Ester la gran mayoría la respeta, la admira y la valora. Pero también otros pocos prefieren comentar lo guapa que sale en las fotos o lo bien que le queda el vestido que lleva. Y cuando la han ascendido por su talento, algunos se han preguntado si ha sido por su capacidad innata o por lo estupendo que es tener a una chica mona en primera plana. Y cuando destroza argumentalmente a la oposición algunos (y algunas) comentan sobre la altura de sus tacones y no sobre la conveniencia de sus argumentos. Y cuando tiene reuniones con colectivos, algunos prefieren comentar lo bien que queda en las fotos y no el valor de su presencia.

El grupo de senadores guapos también recibe comentarios por su aspecto físico, por supuesto. Pero con una diferencia abismal respecto a lo anterior: por muy incisivos que sean, nunca llegan al punto de que nadie se plantee si han obtenido su puesto por ser guapos, por tener algún tipo de relación personal con un alto cargo de su partido o, en definitiva, por alguna cuestión ajena a su capacidad técnica u orgánica.

Escribo este segundo artículo sobre la realidad de las mujeres en el ámbito profesional porque llevo muchos meses teniendo que justificar que Ester Muñoz es lista además de guapa. Cosa que jamás he tenido que hacer (ni yo ni ningún otro a mi alrededor) con ningún cargo público masculino. Pero lo escribo sobre todo porque, pese a todo lo anterior, cada día vamos mejor. Cada día hay más hombres que, en el caso de Ester y en los demás, priorizan la inteligencia a la vestimenta. Dejan de juzgar el aspecto para batirse al intelecto. Dejan de ver a una rubia atractiva para valorar a una joven promesa. Y cuando se sube al atril con sus tacones, sus labios rojos, su vestido y el auditorio menos agraciado de España (que lo es), le aplaude tres veces seguidas por sus argumentos con independencia de su vestimenta, ganamos todas. Porque esa batalla es tan importante como todas las demás. El legítimo derecho de las mujeres de sentirse orgullosas de ser femeninas sin que ello menoscabe su capacidad laboral. El romper el techo de cristal que de verdad implica tener que ser juzgada por haber nacido siendo agraciada.

Ella ha conseguido ganar la batalla a su aspecto. Igual que tantas otras periodistas, abogadas, ingenieras, empresarias. Porque la sociedad cada vez entiende más, al igual que pasaba con Cristina Pedroche y su vestido en las campanadas, que no hay mayor ejercicio de mediocridad que intentar justificar por medio de cuestiones ajenas a la inteligencia el hecho de que muchas mujeres sean más líderes en su campo que cualquiera de los hombres a su alrededor. Gracias a ellas por dar la batalla por todas las que vendrán detrás. Lo necesitarán.