Quizá no sea casual que el terrorismo islámico haya golpeado con saña últimamente una sociedad como la británica. Ni que lo haya hecho después de asestar duros golpes en Francia, Bélgica, o Alemania. Estos atentados obedecen a una lógica perversa: aprovechar las fracturas profundas que existen en el interior de las sociedades europeas para enfrentar a unos contra otros, instaurar un clima de guerra civil entre comunidades o entre hijos de inmigrantes de origen musulmán y el resto de la población. Y Gran Bretaña, a nadie se le escapa, no es un país que vaya muy bien que digamos últimamente. Salta a la vista la división, el desgarro, que está produciendo el Brexit y la angustia que genera un futuro económico incierto. De esta quiebra se nutre el terrorismo, y probablemente también de un modelo social basado en el comunotarismo, que contemporiza con las distintas religiones, en lugar de integrarlas, y que lleva a muchos británicos a preguntarse hoy «si no hay demasiada tolerancia con la ideas islamistas».

Gilles Kepel, especialista del mundo árabe contemporáneo, pone el dedo en la llaga: «Lo que busca este yihadismo de tercera generación, este nuevo terrorismo low cost, con ataques de proximidad, estrellando coches contra grupos de personas indefensas, o apuñalando con cuchillos caseros, no es otra cosa que la implosión del modelo de vida occidental». Para ello elige objetivos fáciles y simbólicos. Fechas tan significativas como el 14 de julio en Francia o lugares tan emblemáticos como el Parlamento o el Puente de Londres. Es su forma de hacer daño donde más duele y provocar el temido efecto acción-reacción. Algo que están consiguiendo, ya que la islamofobia, sin ser todavía alarmante, está empezando a aflorar y a responder a este terrorismo de bajo coste con sus mismas armas.

La pregunta que viene a continuación es qué hacer. A nadie se le escapa que nuestra visión hegemónica e imperialista del mundo o la fallida integración de las comunidades musulmanes en Europa, agravada por los conflictos económicos y religiosos en Oriente Próximo, no son ajenos a esta espiral de violencia. Pero eso no lo explica todo. El escritor Salman Rushdie, por ejemplo, que sigue viviendo bajo la amenaza de una fatwa, acusa directamente al islam: «En los últimos cincuenta años el islam se ha radicalizado». Los chiitas hicieron su revolución islámica, y los sunitas, con Arabia Saudí a la cabeza y sus inmensos recursos, ha financiado la difusión de su fanatismo religioso. «Hubo ciertamente allá por el siglo XII un islam ilustrado», pero ese islam ya no está en el poder.

Hamed Abdel Samad, politólogo germano-egipcio, va más allá, y habla sin tapujos de 'fascismo islámico'. El islam nació siendo político, nos dice. Mahomet no era sólo un profeta, era también un monarca, un jefe militar, un ministro de Finanzas, un legislador. «Consiguió concentrar el monopolio de la violencia, por lo que no hay diferencia marcada entre la religión y el Estado».

Y lo peor del yihadismo, que viene a ser el fascismo del islam, es que sigue alimentando la fascinación por la guerra. «No luchan para vivir sino que viven para luchar». La glorificación de los mártires y de la muerte aparece como un honor, una solución, una recompensa.

Intentar disociar el fundamentalismo del islam, algo que hace gran parte de la izquierda para no estigmatizarlo, es un grave error, en opinión de Samad. «Existen musulmanes moderados, pero no un islam moderado. En el islam siempre hay una finalidad política». Una teología de la violencia que sigue siendo enseñada y predicada.

Viene después un grito de alarma: «Los políticos en Europa no deben ser ingenuos y, en nombre de la tolerancia aceptar que los intolerantes exploten sus infraestructuras». Y llega a una conclusión. Como no hay iglesia que controle el islam lo tendrá que hacer el Estado sobre la base de que se respete la Constitución y los derechos humanos, no se incite al odio racial, y no exista separación en los lugares de rezo entre hombres y mujeres. Por la sencilla razón de que estos comportamientos son contrarios a nuestros valores.

El fascismo islámico acecha y golpea sin piedad. Los propios musulmanes deberían ser los primeros interesados en combatirlo por el bien de su religión. Nosotros debemos hacerlo con políticas justas, inteligentes e implacables por el bien de la libertad.