Es muy probable que, si algún día tengo hijos e intento transmitirles mi pasión por el fútbol, y concretamente por el Real Madrid, le ponga vídeos de los regates de Butragueño, los centros de Míchel, las chilenas de Hugo Sánchez, la colocación de Fernando Hierro, la visión de juego de Laudrup, los testarazos de Zamorano, el taconazo de Redondo, la técnica de Mijatovic, las ruletas de Zidane, los pases milimétricos de Guti, la velocidad de Roberto Carlos, la potencia de Ronaldo Nazario y el carácter competitivo de Raúl González Blanco. Le hablaré de las paradas salvadoras de Casillas, de la voracidad goleadora de Cristiano Ronaldo, del toque de balón de Modric, la magia de Isco Alarcón, la calidad incomprendida de Benzema y del carácter y los goles milagrosos de Sergio Ramos. Le mostraré asimismo, por si por algún casual (Dios me libre) no le tira el blanco, la ´cola de vaca´ de Romario, el juego alegre de Ronaldinho, la inteligencia de Xavi y el gol de tal Iniesta que hizo llorar de alegría a todo un país una noche de julio de 2010. Y del genial Messi, un argentino chiquitito que me dio muchos disgustos con esto de la pelota. No creo que le haga ver, en cambio, las mejores jugadas de Álvaro Arbeloa, quien anunció su retirada el pasado fin de semana.

Pero sí le diré que hubo un futbolista que, en un gremio donde prima el egoísmo, pensó en el interés colectivo antes que en el individual, anteponiendo siempre el bien de la entidad que le pagaba, y a la que debía su fama y su riqueza, al suyo propio. Le contaré que, pese a sus limitaciones, Arbeloa se esforzó como un espartano para que sus entrenadores contaran con él. Y le haré comprender que en el deporte no hace falta ser el mejor para ganarse el cariño de la gente.