El verano hace a los hombres un poco camareros y a las mujeres un poco más atractivas. Nos da la sensación de que las películas americanas que nos deleitan en la televisión y en el cine invaden ahora nuestra vida para encontrarse a cada paso con nosotros y enamorarnos mejor.

Al verano se le recibe en mangas de camisa o de camiseta según la ideología; pero es inútil. El cuerpo humano se convierte en un laboratorio de transformación que asimila líquidos frescos y fabrica sudores cálidos. Cansancio, sueño, mosquitos. Vivir en el trópico sin estar preparados, aunque los sombreros Panamá, tan de moda entre los alopécicos, traten de engañarnos con la levedad de su sombra. Harían falta las sombrillas naturales de las moreras, postergadas y tan generosas, que dejan entrar los rayos del sol entre sus ramas desnudas en el invierno y en el verano su sombra fresca nos da cobijo. Pasado glorioso el de la morera, mucho más modesta que el ficus, blando e imprevisible. La morera no es espectacular, pero en otros tiempos contribuyó a la riqueza regional como alimento exquisito del gusano de la seda; sus moras ácidas son deleite de chiquillos ávidos de aventuras en plena naturaleza; madera dura, elemento imprescindible de muebles creados para durar eternamente. Su tala viene siendo una manía demoníaca del consistorio que prefiere plazas desnudas de vegetación donde freír huevos en la canícula que nos ha llegado: plazas de la Fuensanta, Martínez Tornel, Europa, Romea o Belluga, en Murcia, se convierten en auténticas sartenes intransitables.

Los locales se refrigeran, las bebidas se hielan, los aparatos de aire acondicionado vomitan aire caliente a las calles, los ventiladores hacen horas extraordinarias en los hogares; los baños se imponen, y un charco de agua en el campo se convierte de improviso en un paraíso de bañistas. Se pretende combatir el calor, hacer soportable el infierno. Pero hay que escapar. Al campo, al monte o mejor al mar, donde corre la brisa. El verano trae también las vacaciones, la paga extraordinaria, las fiestas particulares o de pueblo (sustitutas de las antiguas verbenas) y el detestable encanto de las visitas imprevistas. Y tiene de bueno que si el calor abre la sed y los grifos de cerveza, ya es una cualidad estimable. Con atractivos como esos se puede aceptar resignadamente la llegada de un nuevo verano.

Todo se inicia por San Juan, cuando junio da sus últimos estertores, noche de hogueras, también es el momento de recordar, un año más, a Javier González Alberdi, el genial artista desaparecido en plena juventud, reivindicado por los murcianos y olvidado siempre por la oficialidad. Alberdi fue un innovador, gran diseñador gráfico cuando no existía el diseño gráfico e impulsor de la recuperación de las tradicionales hogueras en su barrio: San Juan Bautista. Ni una exposición. Ni tan siquiera un libro, folleto o catálogo que recoja su personalidad y obra ha sido editado por parte de quienes ostentan la responsabilidad cultural de la ciudad y la región. Un artista que duerme en la memoria de sus muchos amigos a la espera del gran reconocimiento que merece su arte y su persona.

Por San Juan las ciudades palidecen, su vida misma, se desvía hacia la periferia y todo adquiere cierta lentitud. Todo ha cambiado en cuestión de días, desde que los escolares han devuelto la vida a las calles y las playas comienzan a llenarse con sus gritos y juegos. Playas, que como no podía ser de otra manera, se convierten en objetivo prioritario de políticos aburridos, de torquemadas que quieren prohibirnos fumar a la orilla del mar o que los hombres cerremos las piernas al permanecer sentados. Un verano más ha llegado. Comienza la hégira.