Ignacio Echeverría no tuvo reparos en lanzarse contra uno de los terroristas de Londres y perdió la vida para salvar la de una mujer que estaba siendo apuñalada. ¡Qué importa lo que pensara en ese instante! ¿Acaso el altruismo es insensato? Ayudar a quien sufría un ataque brutal y asesino. Pero hay quien califica su actitud de temeraria, tal vez porque, en el tiempo que nos ha tocado vivir, ya no están bien vistos los héroes. Mas hubo otros tiempos y otra moral.

Arquíloco, poeta y hombre de lanza, dejó escritos los versos que inmortalizaron su deshonor: «Algún sayo alardea con mi escudo, arma sin tacha / que tras un matorral abandoné a pesar mío». Quizá porque de poco vale conservar la panoplia si se pierde la vida. Pero el poeta guerrero libró otras muchas batallas. Era mercenario y sabía bien cuándo la batalla estaba perdida y era preferible perder el escudo y salvar la vida, aunque eso entre los griegos no estaba bien considerado. En cambio, Horacio Cocles no tuvo inconveniente en enfrentarse a todo el ejército del etrusco Porsena para evitar que el poderoso enemigo pudiera entrar en la ciudad, mientras sus hombres se retiraban y destruían el puente sobre el Tíber en el que su capitán resistía.

Hoy pido que se erija una estatua a Ignacio Echeverría como Roma lo hizo con Horacio el Tuerto, aunque ello ofenda la sensibilidad de aquellos que lo califican de desaforado y que hubieran optado por mirar al cielo, al tiempo que se alejaban raudos del peligro. Habrá quien, en ocasiones similares, dé riendas a su instinto reportero y se dedique a grabar con el móvil la matanza de inocentes. ¡Ah, si hubiera sido posible en los tiempos de Herodes! Tal vez los más prudentes hubieran utilizado el celular para llamar al teléfono de emergencias, pero eso tampoco habría salvado la vida de la amenazada.

No creo que nuestro compatriota fuera consciente de que tan sólo cambiaba una vida inocente por otra, la suya, que no lo era menos. Y en el canje no tuvo dudas de cuál era la pérdida y la ganancia. Aquiles el peleida tenía ante sí una vida longeva y nietos a quien engatusar o un vida corta y la gloria de las generaciones futuras, Cualquier comentario despectivo sobre su conducta sólo merece el desprecio ciudadano, cuando no el oprobio y la vergüenza ajena.

Ignacio Echeverría no era hombre de lanza y escudo, ni se ejercitó en la milicia ciudadana, pero debía tener claros algunos principios y no eran precisamente abandonar al necesitado. Hay reacciones primarias, tan instintivas como nuestros genes de antiguos primates. Despiertan de repente al olor de la sangre, conmocionados por un fuerte golpe o al contemplar una agresión injusta contra alguien que no puede defenderse. La adrenalina y otras hormonas nos provocan una de las dos reacciones más naturales: responder a la agresión o huir de ella lo más rápido posible. Cuando la televisión nos mostró cómo unos soldados profesionales tiroteaban a un niño que buscaba la protección de su padre, o las fotografías de un niño ahogado en una playa huyendo de la guerra de Siria, no hay argumentos, sino una reacción instintiva de indignación. La escena clama venganza, aunque luego la razón amortigüe las palabras; derechos humanos, asilo, querellas, abogados. El instinto y la conciencia. Nihil nimis, nada en exceso, diría siglos después otro Horacio, el poeta.

Y lo que enfrentamos en nuestro siglo se parece tanto a una guerra, como que quienes atacan indiscriminadamente a civiles inocentes, no sólo lo pretenden, sino que además creen que es santa. ¡Oh, Némesis terrible, restaura el equilibrio que alteran estos malditos! Si hasta el mismo Zeus era temeroso de tu intervención. Cuando Hibris impone la desmesura, no hay más que apelar a las fuerzas primitivas que ni siquiera los Olímpicos son capaces de contener. Tal vez por eso se asocia el nombre de la diosa con la venganza, porque la forma de volver las aguas desbordadas a sus cauces naturales puede ser más destructiva que la devastadora inundación.

Hoy es tiempo de luto, por las víctimas y por los héroes que también lo fueron. Ignacio Echeverría, recuerdo en tu honor los versos de Thomas Macaulay, que allá por el romántico siglo XIX, tiempos de exaltación de los héroes, aún alaban la gesta de aquél que acrecentó la ´dignitas´ de los Horacio: «¿Qué mejor manera de morir puede tener un hombre, que la de enfrentarse a su terrible destino, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?».

El nihilismo salvaje de nuestros días, que llamamos terrorismo tiempo ha, no acabará con la hipocresía de una sociedad pervertida, pero tampoco honrará al dios en cuyo nombre se predica. Nosotros hemos conocido el fanatismo político y los crímenes horrendos de una banda arropada por defensores de falsarios espíritus nacionales, fundados en historias inventadas, tan sólo creídas de tan repetidas, ya fuera en las ikastolas como en aquellas instituciones partidistas que arengaban vulgares homilías dominicales. ¡Basta ya! La guerra ya no eleva a paraísos repletos de vírgenes ni libaciones de ambrosía. Si existiera ese dios que tanto dicen alabar, despertaría indignado de su letargo para castigar a sus perversos sacerdotes y a los ignaros devotos asesinos.

La sangre derramada no riega fértiles llanuras, sino estériles páramos y desiertos irredentos.