Ocurre que respiramos, que hay una tormenta, que se cae un ficus, que la tortuga boba pone huevos y que Ana Blanco presenta el informativo; es decir, cosas que suceden, que acontecen sin intervención humana, de forma recurrente o más menos excepcional. En cambio, un coche, un cocido, una boda o un robo no ocurren (bueno, la boda a veces), sino que se preparan y producen. Es decir, hay una idea que se diseña, se planea y, analizada, se ejecuta. Todo ello necesita de la intervención de las personas, por lo que también es preciso adquirir o ignorar ciertos conocimientos.

Así, en buena lógica, si hablamos de atentados, podemos deducir que no ocurren, sino que se perpetran. No parece muy complejo explicar esto, ¿verdad? Robar un coche, doblarle las matrículas, preparar decenas de kilos de carga explosiva, conducirlo hasta un hipermercado y hacerlo explotar, parece requerir una cierta preparación. Pues no para Arnaldo Otegi, 'el hombre de paz', como lo bautizó el último presidente socialista, quien ha escrito hace unos días en Twitter que «hacemos nuestro el dolor de las víctimas de Hipercor. Nunca debió ocurrir. Nunca». Él puede sentirlo, pero los asesinados hace treinta años que no sienten nada.

Ahora que entregan las pistolas que se les han quedado oxidadas ante unos señores de profesión verificadores; ahora que Bildu campa a sus anchas por las instituciones como heredero descafeinado de Batasuna, ha llegado el momento de blanquear la historia. ETA y todo lo que le cuelga no está por pedir perdón ni reconocer el tremendo daño causado a las víctimas y a todo un país; no, claro que no. Perdida la batalla de las armas, van a por la guerra de la propaganda y de la historia, en la que son verdaderos profesionales.

Ellos no perpetraron el asesinato a cámara lenta de Miguel Ángel Blanco, sino que alguien lo secuestró y le descerrajó un tiro en la cabeza, no de forma intencionada, sino en un acto ineludible, casi natural, del cotidiano devenir del conflicto vasco. Sí, fue alguien de ETA, pero pudo haber sido cualquiera en realidad, ¿no? Es decir, fue algo que pasó, que formaba parte del paisaje, como las mareas ocurren con precisión en Sanlúcar de Barrameda, por ejemplo.

En el País Vasco llevan décadas contando con aliados que recogen las nueces del árbol que ellos han estado agitando, pero de hace unos pocos años a esta parte, la extrema izquierda, ahora organizada y con presencia en Ayuntamientos y Parlamentos, se ha convertido en un aliado institucional para la venta del discurso de estas alimañas. Esa extrema izquierda, tanto a la que abandona el desodorante (recuerde el lector a cierta diputada de las CUP), como la que se viste en la calle Serrano y nos suelta homilías laicas en prime time, está extasiada ante declaraciones de la vileza demostrada por Otegi en relación al atentado de Hipercor.

«Gracias por aportar autocrítica, es muy necesaria, aunque sólo la esté haciendo una parte», «la paz es eso. Te hace grande, mis respetos», son algunas de las respuestas de 'la gente' (creo que empiezo a entender el concepto en su dimensión más borreguil) al tuit del batasuno. Hay quien sugiere, en ese mismo hilo de Twitter, que «para creerse esas palabras de este miserable, se requiere cierto retraso mental». No entraré en lo inadecuado o no de un término que el DSM V, manual de referencia en estas cuestiones, ha sustituido desde 2013 por el de discapacidad intelectual, pero no creo que tenga mucho que ver con eso.

El terrorismo no es algo normal, no es algo que ocurra ni que deba formar parte del paisaje. Las personas morimos por una enfermedad o un accidente, pero no debiéramos hacerlo por metralla que revienta en una olla exprés; nos mudamos de ciudad buscando un trabajo mejor, pero no porque llenen los muros con dianas con nuestro nombre en el centro. No podemos consentir la normalización del terrorismo, ni permitirnos el lujo de no contrarrestar este discurso de la impunidad.

Reconozco que esta intención por hacer pasar a los terroristas como otro elemento cotidiano más no es exclusiva de España. Por ejemplo, ahí tenemos a Sadiq Khan, alcalde laborista de Londres, que describió esta semana el atropello en la mezquita de Finsbury como un «espantoso ataque terrorista» pero que se refería a atentados islamistas anteriores como 'incidentes' y que «son parte de la vida en una gran ciudad». Claro, como el corte de una línea de metro. Estos líderes políticos, ya sea en España, Reino Unido o en cualquier otro país, alientan a medios y ciudadanos a calificar el ataque a las puertas de una mezquita como 'atentado islamófobo' y a los repetidos atentados en Europa como 'hechos aislados' y 'obra de lobos solitarios'. Nunca son ataques antioccidentales, ni cristianófobos, ni antisemitas, obviamente.

En definitiva, se trata de pervertir el lenguaje hasta extremos que rozan lo delictivo, poniendo sus voces, sus acciones y sus cuentas en redes sociales al servicio de siniestros intereses. Todos ellos conforman una interesada alianza de la que algunos de sus miembros forman parte sin darse cuenta contra nuestras libertades, nuestra democracia y nuestra civilización. Con distintos métodos y esperanzas, tienen ese objetivo común. Eso, querido lector, es lo que ocurre y ése, me temo, es nuestro gran problema.