Mi hija pequeña se ha levantado esta mañana como un resorte. No es que suela remolonear mucho. Le cuesta un poquito espabilarse, pero tiene un buen despertar. La he cogido en brazos, la he llevado al baño y, con una tremenda energía, me ha dicho: «¡Papá, hoy es el baile de fin de curso!». En realidad, lleva toda la semana preguntando cuánto faltaba para el evento y estaba deseando que llegara la tarde para enfundarse su traje, subirse al escenario y cantar y bailar lo que lleva semanas ensayando con auténtica pasión. La elección que la seño ha hecho este año no podía ser más acertada: «Te comería con pan y mantequilla», de Efecto Pasillo. Porque de eso es de lo que dan ganas cuando, con apenas cinco añitos, los ves entregados en su interpretación ante una nube de papás y abuelos que inunda el patio del colegio. La verdad es que yo también estoy deseando que pasen las horas para verla actuar. A ella y a la mayor, que tiene seis y medio, y que también lleva días entusiasmada con la sorpresa que han preparado en su clase para dejarnos boquiabiertos. Ella termina el ciclo de Educación Infantil y el próximo curso irá a Primaria. ¡Qué mayores están!

A su madre y a mí nos gustaría que no crecieran nunca, que se quedaran siempre así, con esa gracia y ese encanto, con esa magia que da la inocencia y que tantos adultos, entre los que me incluyo, envidiamos y añoramos.

Ellas quieren que todo el mundo esté bueno, que nadie sufra y ayudarían, si pudieran, a que el cáncer y otras enfermedades igual de perversas desaparecieran de la faz de la tierra. Ya le van dando valor a las cosas, pero para ellas el dinero es lo que debería ser para todos nosotros, una simple herramienta para facilitarnos la vida, no para complicárnosla. Por eso, no me cabe ninguna duda, de que, si los tuvieran, donarían cientos de millones de euros para curar a la gente o para hacerles su lucha más llevadera. Ellas saben de esfuerzos, de sacrificios, de lo que cuesta conseguir las cosas, pero también saben de generosidad, de compartir, de entrega, de ceder, de hacer el bien sin mirar a quién, ni de dónde viene.

Ellas hablan de sus amigos incluyendo a los niños y a las niñas. Hablan de sus papás refiriéndose a su padre y a su madre. Sin necesidad de que tenga que intervenir la Real Academia de la Lengua Española para intentar poner cordura ante quienes confunden igualdad con estupidez, ante quienes creen que el machismo se reduce a poner una u otra vocal al final de las palabras, ante quienes prefieren llamar criaturas a los recién nacidos en el hospital para que nadie se sienta ofendido u ofendida por referirse a ellos como niños. Mis hijas crecen sabiendo que el sexismo va mucho más allá del lenguaje y que la concordancia de género es sólo una cuestión gramatical, que nada tiene que ver con una supuesta discriminación oculta y maliciosa que algunos se empeñan en ver en nuestra forma de comunicarnos. La lucha contra la desigualdad merece que seamos serios.

Ellas aún son ajenas al terror y al sufrimiento que se está sembrando en el mundo, que nos deja helados, que nos duele a todos, que nos afecta a todos y que nos hace plantearnos si a nosotros y a quienes queremos nos conviene viajar a uno u otro destino, cuando si algo tratan de imbuirnos esos locos del fanatismo es que no estamos seguros en ningún lugar del mundo. Por eso, nuestra victoria no será sólo derrotarles con más seguridad y más controles que eviten, en la medida de lo posible, que sigan haciendo daño, sino aún lo será más que sigamos con nuestros planes, con nuestra vida, hasta donde podamos disfrutarla.

Ellas no entienden de mociones de censura ni de corrupción. Ni de debates que nos hacen perder el tiempo y el dinero. Aunque, afortunadamente, viven en un país democrático, en el que les atienden cuando están enfermas, donde no tienen que pelearse por el último paquete de la estantería del supermercado. Desconocen que se lo deben a la generosidad de los políticos que representaban a los españoles, de todos los signos, hace cuarenta años. Generosidad de la que adolecen aquellos que se han llenado sus bolsillos y sus bolsas con lo que era de todos. Y que también les falta a quienes nos tachan de autoritarios por querer hacer suya una tierra que también es nuestra.

Ellas no saben todavía qué es una provincia. No entienden de fronteras ni de muros. El único territorio que consideran como propio es su habitación y la abren de par en par a todo el que llega a casa, venga de donde venga. Y comparten y reparten todos sus juguetes y sus cuentos, como les gustaría que hicieran con ellas cuando van al cuarto de otros niños. Ellas no saben de investigados ni de imputados en los juzgados. Ni que la próxima semana tendremos nueva alcaldesa en Cartagena. Eso sí, le desearían suerte. Yo también, por el bien de nuestro municipio.

Mis hijas, como todos los niños, lo único que quieren es que te los comas con pan y mantequilla. Y a mí, que veo cómo cada vez son menos inocentes, me encantaría que fueran siempre tan dulces como ahora. Para cantar con ellas: «Y yo, subo escalón a escalón, quiero tocar el cielo azul, el cielo azul. Y tú, buscas tras cada canción la sensación que te haga sentir, que te haga vivir».