"La batalla real empieza ahora". Así acababa un exultante Owen Jones su crónica en The Guardian sobre las elecciones británicas el día 9 de junio. En un tono triunfal, el joven periodista pasaba revista a los errores que tendrán que tragarse los mayores medios de comunicación británicos, que habían pronosticado una derrota sin par del laborismo. Son muchos, desde luego. Su euforia tenía además elementos personales. Había sido acusado de estar al servicio de los tory por llevar al Labour Party a un programa destinado al fracaso. Ahora podía resarcirse con un impresionante triunfo. Nunca, desde Blair, un líder laborista estuvo tan cerca de poder formar gobierno. Y nadie cree realmente que la batalla esté concluida. Todos, a izquierda y derecha, saben que la batalla real comienza ahora.

Esta vez no se han equivocado las encuestas. Se ha equivocado Theresa May. Y el pueblo británico no suele perdonar esos errores ni gusta de los partidos sin líder claro. Como «un cadáver viviente», así la ha descrito Osborne, el antiguo ministro de finanzas. No ha sido el único. Interpretando bien la situación, Corbyn ha dicho en una entrevista del domingo que lo más seguro es que haya elecciones antes de dos años. Y es posible, sobre todo por una razón. May, que guarda cierto parecido con Montgomery Burns, el dueño de la central nuclear donde trabajó Homer Simpson, no cae simpática ni a la gente ni a su partido. Eso parece evidente. Su derrota, tras una campaña completamente personalizada, no permite paliativos. ¿Pero cómo explicarla políticamente?

El antes y el después de la campaña fue el anuncio de hacer pagar a los ancianos sus cuidados médicos y asistenciales. ¿Tan importante es este asunto? En realidad, este anuncio es el atentado más furioso contra la clase media que se pueda imaginar, pues los ancianos se veían obligados no solo a perder sus ahorros, sino en muchas ocasiones a vender sus casas para poder pagarse la asistencia por los servicios de dependencia. Esta situación significaba una completa descapitalización para muchos mayores. Pero, según los observadores británicos, significaba también, para muchos de sus hijos, la pérdida de toda esperanza de llegar a ser algún día propietarios por herencia. Dada la escalada de precios de las casas en UK, este es el único medio fácil para que muchos trabajadores con salarios devaluados pueden llegar a ser propietarios algún día. Que May retirara la medida de forma inmediata no cambia las cosas: ese es el horizonte en el que se mueve esta gente despiadada. Si les damos facilidades, impondrán tarde o temprano ese programa.

Si algo no perdonan los jóvenes es que se violente a sus abuelos. Pero lo que más les mueve es que alguien les diga una palabra de verdad. Nadie creía que Corbyn tuviera esa palabra, pero la grandeza de un país reside en que pone en marcha estructuras que pueden movilizar a centenares de miles de jóvenes conscientes. Eso es lo que hizo Macron. Y eso es lo que ha hecho Corbyn. No se trata de ofrecer un discurso obrerista. Eso no ha sido lo decisivo en el mensaje de Corbyn. Lo fundamental ha sido dotar a la política de sentido de Estado social de servicios. Esto es: si somos una comunidad estatal, gobernemos al servicio de los ciudadanos. ¿Qué significó esto para los jóvenes? Una medida fundamental: acabar con las elevadas tasas universitarias. No condenar a una larga deuda financiera a quien desee disponer de una educación universitaria. Esta sencilla promesa ha generado un proceso de mímesis que ha llevado a los jóvenes a las urnas. En favor de Corbyn.

Pero el país sigue roto por sus costuras. Si se mira al mapa de distribución de los escaños, el azul de los tory se extiende por doquier en el campo. En Londres y en las ciudades portuarias, así como en las industriales, el rojo domina. Desde luego que el Brexit sigue presionando a favor de este resultado. Un Brexit duro significaba sobre todo limitar la emigración. Eso se reclama en la población campesina con más fuerza que en las grandes ciudades, donde no se puede vivir sin los extranjeros. Y este es otro de los elementos de la derrota de May. La población británica sigue bastante inquieta ante el futuro y no sabe qué hacer con el Brexit. Pero en todo caso algo parece claro: no desea que se use a las diásporas británica y europea como moneda de cambio para lograr un acuerdo duro. Corbyn en esto ha sido muy claro: lo primero, reconocer los derechos de los actuales beneficiarios de la legislación europea. Luego, todo lo demás.

Y todavía algo más: como dijo Tom Burns Marañón, al comentar las pasadas elecciones, lo que ha sucedido en Gran Bretaña es una gran victoria del parlamentarismo, frente a los intentos de May de implantar un presidencialismo. Esta pretensión de May, como la anterior de usar la prerrogativa regia para dirimir el Brexit, ha recibido la respuesta adecuada de la ciudadanía, votando al margen de cualquier consideración que impusiera un sentido de voto útil. Ahora no cabe duda: Theresa May no solo no es la presidenta de nada, sino que es meramente una premier en minoría, y tendrá que negociar primero en el Parlamento lo que luego tendrá que llevar a Bruselas. No ha logrado acumular poder con su antieuropeísmo. Esta es la lección que le ha dado realmente el pueblo británico, que no ha entrado en la lógica plebiscitaria de la concentración de poderes. Así pues, antes de demostrar su dureza en Europa, May tendrá que demostrar flexibilidad y capacidad de negociación en casa.

La alegría de Bruselas se ha podido medir justo por la moderación de la reacción de sus portavoces. Si Europa no comprendió la votación sobre el Brexit, ahora resulta evidente que celebra la sensatez política de los británicos por no dejarse arrastrar a una reedición de anti-europeísmo irracional. Por ello han atendido a sus propios intereses internos. Aquí se comprende que la lógica de los plebiscitos rompe los países y pone a los pueblos antes un estado de hipnosis que tiene todo el aspecto de una ensoñación. Las poblaciones europeas no aceptan estas fracturas, si tienen un mejor camino que recorrer. Que muchos escoceses hayan votado al candidato conservador en sus distritos no sabemos bien todo lo que significa; pero no sólo implica que, si hay que negociar, más vale tener diputados tory, sino que también tiene todo el aspecto de rechazar un escenario de fractura del Reino Unido.

¿Significan estas elecciones algo especial para España? Claro que sí. Verifica lecciones que aquí tenemos bien aprendidas. Por ejemplo, la limitada capacidad de persuasión de los grandes medios de comunicación. Segundo: Corbyn ha ganado no por reeditar el obrerismo pre-thacherista, sino por poner el Estado al servicio de la ciudadanía general. No es el testimonio de una izquierda antigua y maximalista, sino de un discurso capaz de atender las necesidades de los jóvenes, de los ancianos y de las clases medias. Esta dimensión programática se puede aplicar en España con cierta facilidad, y tendrán que defenderla el PSOE y Podemos, ahora que Ciudadanos parece acercarse a la agenda neoliberal de Aznar. Pero la lección fundamental no podemos aplicarla con tanta facilidad. Pues requiere un líder tan luchador como Corbyn, que tras décadas de combate ha mantenido un perfil propio con fidelidad y coraje. Y también una organización social compleja, capaz de desplegar plataformas civiles que conectan a la juventud con la plana mayor de un partido. España no tiene ambas cosas, porque el PSOE no es el Labour Party. Pero puede tenerlas, si Podemos recupera el entusiasmo inicial, si logra cerrar la herida de Vistalegre II. Y si sus relaciones con el PSOE maduran con el nuevo liderazgo de Pedro Sánchez. Aquí, como allí, la batalla real también empieza ahora.