El pasado jueves 1 de junio, nuestro ínclito presidente del Gobierno, en comparecencia pública y con esa dialéctica simplona y confusa del discurso romo que le caracteriza, afirmó que hacer política es hacer las cosas a lo grande y no perder el tiempo en los ´chismes´. Por chismes se refería a todo lo que se había publicado en relación al asunto del ex fiscal Anticorrupción Moix, que se vio obligado a dimitir luego de ser pillado en una serie de mentiras respecto de una sociedad en Panamá de la que era copropietario, en una secuencia de los hechos que registró un gran paralelismo con lo que aconteció con el exministro Soria, otro mentiroso.

Por extensión, Rajoy venía a decirnos que lo importante era que la economía funcionaba (en su interpretación de lo que es funcionar), que se creaba empleo (en su interpretación de lo que es empleo), y que lo concerniente a los temas de corrupción y manipulación de la Justicia eran asuntos menores, a lo sumo objeto de entretenimiento de una opinión pública vitalmente satisfecha porque las cosas empiezan a ir bien gracias, por supuesto, a la gestión del Partido Popular. Quizá estemos ante un punto de inflexión en la estrategia del partido del Gobierno respecto de cómo abordar los escándalos de corrupción que comienzan a amontonársele muy peligrosamente. Hasta ahora, cada episodio (en los últimos meses, casi uno diario) era considerado como un «caso aislado», protagonizado por personas que actuaban en su propio interés y en contra del PP. El problema es que cuando son casi mil los «casos aislados», y los informes de la UCO y las fiscalías hablan de tramas organizadas en el seno del PP para beneficiar a este partido y a sus gestores, la teoría de los individuos particulares que buscan aprovecharse del partido infligiendo a éste un daño, sencillamente, se desvanece.

Y es entonces cuando se recurre a una estrategia de amplio recorrido histórico: la banalización del mal, de tal modo que la corrupción y la interferencia sobre la Justicia serían algo superficial, poco importante. Temas que sirven para el entretenimiento de periodistas y motivo de acoso, por parte de una oposición desnortada, a un Gobierno que lo hace bien. Así que ya sabemos: a partir de ahora, todos los escándalos de corrupción, bien se trate de los ya aflorados, bien de los que con seguridad están por emerger, van a ser ´chismes´. Incluida la comparecencia de Rajoy ante la Audiencia Nacional el próximo mes de julio por el caso Gurtel.

El problema de trivializar el delito inmoral es que éste es de tal magnitud que cuesta mucho minimizarlo. Y con un problema añadido: interfiere muy directamente sobre el crecimiento, el empleo y el bienestar de la gente. Según un organismo nada sospechoso de adscripción al bolivarismo populista, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, la corrupción cuesta casi 90.000 millones de euros al año, 47.500 de ellos en concepto de sobrecostes. El resto, hasta unos 40.000 millones, son absorbidos por las distintas formas de corrupción existentes. Y cada mes, surgen unos 10 nuevos casos de corrupción. En un contexto en el que millones de personas no tienen los ingresos suficientes para llegar a fin de mes, aunque dispongan de empleo, estas cifras son muy hirientes y llenan de indignación a la gente.

Cuando los recortes en sanidad, educación, servicios sociales y dependencia se han cronificado y devenido estructurales a pesar del crecimiento económico, el hecho de que un 10% del PIB se evapore en cuentas particulares, buena parte de ellas en paraísos fiscales, no suscita precisamente un clima de consenso y paz social. Claro que tapar este inmenso desfalco requiere intervenir sobre la Justicia para que el delito quede impune. Es decir, se liquida la división de poderes, la misma esencia de la democracia, a fin de que el robo no se visualice en su verdadera dimensión y no se tambaleen las estructuras de poder sobre las que se asienta el expolio de la ciudadanía.

Tienen que irse.