En alguna página perdida de El amor en los tiempos del cólera, Gabriel García Márquez solemnizó esos últimos segundos que tiene alguien antes de morir, la última oportunidad de expresar algo inteligible y con lógica que pueda registrar el taquígrafo de la memoria de quienes te cercan entre lágrimas. El doctor Juvenal Urbino tuvo la mejor muerte de la literatura universal junto a Fermina Daza. Escribió lo siguiente: «Alcanzó a reconocerla en el tumulto a través de las lágrimas del dolor irrepetible de morirse sin ella, y la miró por última vez para siempre jamás con los ojos más luminosos, más tristes y más agradecidos que ella no le vio nunca en medio siglo de vida en común, y alcanzó a decirle con el último aliento:

-Sólo Dios sabe cuánto te quise».

Cuando leí este libro me quedaba un año para realizar la Selectividad. Aunque sea joven, me tomo la licencia de celebrar por fin el hecho de que pueda utilizar una expresión como: ´Por aquellos años la llamábamos Pruebas de Acceso a la Universidad´. Por entonces, también leía a ratos esa historia de la Guerra Civil que no iba a gustar a nadie, y que finalmente contó Juan Eslava Galán. Por entonces, también, estudiaba en alguna ocasión Historia del Arte bajo la bóveda estrellada de la Capilla de los Vélez, en la Catedral de Murcia.

Qué pena que para muchos de nosotros aquella cultura general, aquel conocimiento centralizado de todas las materias básicas de la vida, aunadas obligatoriamente en un cerebro por la barrera de la Selectividad, se quedara en ese año de vomitarlo todo.