Lo peor que le puede pasar a un país es que el político que lo representa acabe siendo arrastrado por los acontecimientos. O peor aún, que lo tomen por el pito del sereno. Mucho más cuando ese dirigente va por ´el mundo´ pregonando las bondades de una futura independencia. Puigdemont, el del flequillo alborotado y beatlemano, hace tiempo que predica fuera de Cataluña (y cada vez más dentro también, según las encuestas) ante quien no quiere oír. Hace tiempo que va anunciando (y preparando secretamente con sus leyes de desconexión) una quimérica escisión unilateral de Cataluña que en otro momento hubiera puesto al resto de España en pie de guerra y que ahora apenas provoca la presentación de alguna querella en las alturas y la más absoluta indiferencia en la tierra. Como si nadie terminara de creerse que esos respetables burgueses, convertidos de última hora al independentismo, fueran capaces de llevar hasta las últimas consecuencias su loco empeño, desafiando la ley y el orden.

La comparecencia de Puigdemont, Junqueras y Romeva en Madrid exigiendo una ´operación de Estado´ como última oportunidad para pactar el referéndum o advirtiendo que «la consulta se va a celebrar, con pacto o sin él», es un desafío de tal calibre, de consecuencias tan imprevisibles, que sorprende que la clase política y la propia ciudadanía lo hayan reducido a la categoría de brindis al sol. A decir verdad, la impresión que uno tiene, viendo lo que ve, es que los españoles en su inmensa mayoría no sólo están tomando a Puigdemont por el pito del sereno sino también su procés. No me pregunten cómo hemos llegado a este punto: lo único que sé es que estamos en él.

Y, sin embargo, o yo estoy muy equivocado o la posibilidad de que todo esto desemboque en un cataclismo de incalculables consecuencias es más real que nunca. Un desastre que puede estar a la vuelta de la esquina y que se parece mucho a los grandes huracanes cuya intensidad y trayectoria no siempre resultan predecibles. A fin de cuentas, la única salida pasa ahora por la desobediencia y el uso de la fuerza. Cómo va a terminar este ´sueño´ convertido en pesadilla, nadie lo sabe. Lo que sí sabemos es que lo espoleó, aprovechando la indignación contra la crisis económica, un partido nacionalista acosado por la corrupción y el mal gobierno, que buscó una huida hacia delante abrazando el independentismo.

Siempre hemos dicho que Cataluña y el resto de España están condenadas a entenderse. Algo que ni Rajoy ni Puigdemont ni sus incondicionales nunca han entendido. El primero lleva años enrocado en una negación del problema catalán; el segundo, en la celebración de un referéndum que es inviable. Con ellos al frente de España y de Cataluña nos dirigimos, inexorablemente, al punto de no retorno.

Hasta dónde está cada uno dispuesto a tensar la cuerda, lo sabremos después del verano. Veremos entonces si el independentismo se toma un respiro aplazando la consulta o cumple su amenaza de convocarla ilegalmente. Si convoca unas nuevas elecciones autonómicas para salvar el pellejo o se lanza al precipicio de la declaración unilateral de independencia. El Gobierno de Rajoy ha dado por cerrada la vía del diálogo con la Generalitat. Una vía, que en rigor, nunca estuvo abierta. Los independentistas, por su parte, instalados en la unilateralidad, sólo quieren pactar un referéndum ya decidido. Y los españoles, entre los que se encuentran muchos catalanes, contemplamos esta partida de póker desde el escepticismo, la incredulidad o la indiferencia.

A partir de ahora, al Estado sólo le queda poner en marcha los mecanismos necesarios para abortar cualquier conato de secesión. Sin excluir el uso de la violencia. No estaría de más, ante la deriva que se avecina, pedir altura de mira a las partes, incluidos Sánchez e Iglesias. Exigirles que agoten el ámbito de la negociación, que es la única vía que podrá resolver este contencioso. Unas negociaciones llamadas a reconocer identidades propias, limar diferencias territoriales y mejorar el encaje de los territorios autónomos en el conjunto de España. Desde el convencimiento de que el inmovilismo paralizante y el independentismo excluyente no son, en ningún modo, parte de la solución sino el problema mismo.

Mucho me temo, sin embargo, que ante la indiferencia de unos y la obcecación de otros se termine produciendo el temido choque de trenes. Suele ocurrir esto cuando los políticos que dirigen un país acaban siendo arrastrados por los acontecimientos. O peor aún, cuando los toman por el pito del sereno.