La España del 78 era una democracia en formación. Veníamos de cuatro décadas de dictadura que no concluyeron una guerra civil, porque éstas tienen el inconveniente de no acabar nunca. Pero el franquismo no terminó con una revolución, ni un golpe de Estado, sino con la voluntad decidida de toda una nación encabezada por unos cuantos líderes con una idea clara del Estado que querían fundar. Fue un cambio de régimen totalmente legal, pues empezó con una nueva Ley Fundamental del régimen anterior que significaba su autodestrucción y que abrió el proceso constituyente que culminó con la aprobación por referéndum de la Constitución.

El inconveniente de una transición pacífica a la democracia fue hacerla con todas las estructuras políticas y sociales de la dictadura. La Administración, la Justicia, la banca, todo el engranaje social del Movimiento, la Iglesia y el Ejército. Hubo auténticas proezas de las que prácticamente no hablamos porque la memoria es frágil. Pero en ese inicio de la democracia se apostó por el protagonismo de ciertas instituciones, refrendado constitucionalmente. Las Autonomías impulsaron la descentralización administrativa. Los sindicatos consiguieron impulsar la negociación colectiva y mejorar las condiciones laborales. Las cajas de ahorros fueron un contrapeso efectivo contra el poder financiero de la banca. También los partidos políticos fueron impulsores significativos del cambio. Hemos olvidado que Alianza Popular fue la gran democratizadora de la derecha franquista; que la misma UCD fue una amalgama de políticos conservadores, liberales e incluso socialdemócratas con un espíritu renovador; que el PSOE de González renunció al marxismo para convertirse en uno de los ejes vertebradores de la reconciliación. Recordemos que en el primer gobierno socialista hubo un embajador ante la Santa Sede que se declaraba ateo y un ministro de Defensa que no había hecho la mili, Narcis Serra -hoy también en otro foco de corrupción-, que había sido antes alcalde de Barcelona, emprendió la modernización de un ejército muy propenso a las asonadas y los ruidos de sables.

Por eso la crisis del PSOE es tan significativa en nuestra escena política. Ha sido una de las claves de nuestra sociedad actual. Pero se enfrenta, como todos, a ciertos retos ineludibles que se corresponden también con los problemas actuales. Cierto que se puede hacer un análisis profundo de las cuestiones más candentes y comprobar que algunas de ellas no son más que recidivas. Mas a tiempos nuevos, nuevos tratamientos.

El problema del PSOE no fue su actitud ante la investidura del presidente del Gobierno, la trampa saducea hábilmente tendida por un PP que le ganó la batalla dialéctica, pues llevó el discurso donde quería, haciendo olvidar su soledad parlamentaria. Aquel debate que el PP consiguió centrar en el insulto a su líder y eludir las corrupciones que ya quemaban como un ácido. Nadie se acordó entonces de los improperios que se cruzaban en la Transición y que Alfonso Guerra llamó a Suárez tahúr del Mississippi. Pero en esta travesía fluvial del siglo XXI, la deriva de una crisis económica nos llevó a una crisis de valores y de postulados políticos, de redefinición de los partidos, de la política y de la misión de los representantes electos -y seguimos sin conclusiones-.

En el debate de investidura, Pedro Sánchez se enrocó en el eslogan ´no es no´, que en el fondo ocultaba una falta de argumentos. Hace ya meses escuché a Borrell lamentarse de que PSOE adolecía de convertirse en un partido rural de gente mayor que ha perdido las ciudades y la iniciativa entre los jóvenes. En el fondo es un problema de discurso: cuando en las primeras bocanadas de la crisis, el gobierno de Zapatero fue el primero en aplicar políticas de recortes, un muelle de los resortes de la vieja izquierda saltó en mil pedazos.

No discutiremos si las medidas adoptadas fueron acertadas. A estas alturas, creo que todos tenemos claro que siendo imposible la devaluación monetaria, se devaluaron los costes, es decir, los salarios. A falta de un modelo productivo, se acudió en socorro de la banca. A falta de pactos sociales, se degradó la negociación colectiva. A falta de solidaridad, se socializaron las pérdidas de la banca, que asumieron los torpes Estados del sur, para contento y solaz de la banca centroeuropea, que había prestado a manos llenas confiada en el gran negocio del ladrillo. ¿Y dónde estaba el socialismo en esa época? Perdido en discusiones sobre el lenguaje sexista, planteando la constitucionalización del federalismo, que realmente ya tenemos, pero llamado Estado de las autonomías, y en otras reivindicaciones de grupos minoritarios. Se perdió las grandes discusiones, apeló a Keynes porque no tenía un nuevo referente, olvidó a los obreros y a los jóvenes que ponen en Europa sus esperanzas frente a un futuro laboral tan yermo en nuestra patria que ni la sequía puede paliar con desaladoras. ¡Ah! ¡El agua y las desaladoras! ¡Cómo erró el debate en nuestra tierra seca! Cuando había sido precisamente Borrell quien propuso un plan hidrológico verdaderamente nacional al que se opuso un PP que estaba en otras batallas. ¡Y bien que lo seguimos pagando! Porque el secarral de nuestra querida Arcadia no es más que una perdida taifa para pasto de reyezuelos. Parafraseando a Clinton en aquella exitosa campaña: ¡es la ideología, estúpido!