Hace un par de semanas no fuimos pocos los que reparamos en que la sorpresa del viernes en el festival WAM había sido la actuación de Las Chillers, un grupo que desconocía por completo. Como dijo un crítico sobre Lola Flores, «no canta, no baila, no se la pierdan». Ni una sola canción propia, todo temas más o menos viejunos. De Estoy llorando por ti a Como yo te amo pasando a grandes hits de Camela como Cuando zarpa el amor. Fueron la nota ecléctica, que diría el moderno, que llevó a cientos de personas a arremolinarse alrededor del escenario, un espacio que se quedó pequeño para la dosis de remember verbenero que nos habían preparado las madrileñas.

Y es que la nostalgia está de moda, lo que no es malo de sí, aunque cuando deja de ser una mera tendencia para llegar a impregnarlo todo, es posible que sea un síntoma de nuestra propia decadencia al ritmo de Mi gran de noche de Raphael, otro artista de la nueva ola melancólica a la que, reconozco, me he sumado en parte. Y es que, la música es una de las disciplinas que está haciendo su particular agosto con esto del gusto y regusto por lo antiguo. Cachitos de hierro y cromo, un programa que las nuevas generaciones tenemos la obligación moral de ver de vez en cuando; y el concierto Love the 90s recupera a grandes como Chimo Bayo, OBK o Fernandisco (sí, ha leído usted bien), completos desconocidos para la generación de los Gemeliers o el Justino, son algunos ejemplos.

Podemos también echar un vistazo a series de estética marcadamente ochentena como Stranger things o la española Las chicas del cable. Además está en auge, ya lo sabrá si se ha dado una vuelta por alguna tienda de decoración que antes llamábamos 'tiendas de muebles', lo vintage. Es decir, que quienes no cambiaron la cocina de formica con los interiores de papel pintado de la casa que tenía la abuela en algún pueblo del Mar Menor, fueron unos visionarios. Pero, más allá de los aspectos culturales, estas tendencias en música, series o estilo son un síntoma de que algo está pasando en nuestra sociedad. Tras la crisis, una gran parte de la sociedad se ha quedado sin referentes claros, con la sensación de que todo lo creía sólido y consistente ha caído y que, cualquier tiempo pasado, incluso si no lo hemos vivido, fue indudablemente mejor.

Escuchar una canción del Junco o comprarse toallas con puntillas puede generar controversia pero, en ningún caso, es peligroso. El problema surge cuando sacar los muebles viejos a pasear no es algo exclusivo de nuestras casas, sino que es en torno a lo que gira la política, ya sea vieja o nueva. Sin ir más lejos, en la puesta de largo de Susana Díaz en Madrid, la lideresa exhibió orgullosa una primera fila repleta de figuras fresquísimas del socialismo patrio como Felipe González, Alfonso Guerra o Matilde Fernández. Y, tanto en el caso de la andaluza, como en el de quienes compiten con ella, las referencias más habituales llaman a recuperar la esencia del PSOE, lo que el PSOE fue, lo que el PSOE trajo consigo, y no tanto a un proyecto regenerador para el partido.

También a la derecha encontramos mitos melancólicos. Así, por citar algo reciente, y pese a un discreto dato de audiencia, Aznar logró concentrar en su visita a Bertín Osborne a los más fieles de la derecha, incluyendo una legión de tuiteros melancólicos que, más allá de reconocer los méritos del ex presidente, evocaban un pasado que ya no es más que eso: pasado. De Podemos y la nostalgia podrían escribirse varias páginas, pero basta acudir a las declaraciones de sus líderes para ver que la idea más actual fracasó, como tarde, en la Revolución Bolchevique; por tanto, no merece la pena detenernos demasiado en ellos.

Y si salimos de España, los anhelos por lo que un día cada país fue, están a flor de piel. Hemos contemplado atónitos cómo una legión de abueletes británicos votaba a favor del Brexit con la esperanza de que la estatua del almirante Nelson en la plaza de Trafalgar cobrara vida. En Estados Unidos, el frontispicio de la Casa Blanca tiene grabado a fuego aquello de «make America great again», signifique eso lo que signifique. Por cierto, que los de Vox le han copiado el lema al republicano y piden «hacer España grande otra vez», dato que añado como mero apunte contextual. También Marine Le Pen ha cosechado un considerable éxito en Francia, removiendo el orgullo de la gran Francia, la Francia de las generaciones anteriores en que pareciera que la única preocupación para un francés era qué tal iba a salir la añada de tal o cual vino y cuándo podría acceder a la clase acomodada con residencia para el fin de semana. ¡Qué tiempo tan feliz!, pero de verdad, no como el de la Campos.

Será interesante ver si todos estos movimientos políticos, y con ellos también los culturales, son algo pasajero o si, verdaderamente, el interés por recuperar lo antiguo, por fijarlo como referente del ideal al que tender, va en serio. De ser así, más que un éxito de aquellos personajes e ideas que ahora buscamos para recuperar, recordar e imitar, sería un fracaso de cuantos fueron llamados a continuar su labor; un fracaso generado por no haber sabido mantener la esencia de nuestras libertades, de nuestras leyes y de nuestra propia identidad, al tiempo que se hacía frente a nuevas situaciones y amenazas. Pero ese fracaso también sería compartido por el resto de la sociedad, o al menos por una parte de ella que, ante la nostalgia por lo vivido hace una década, sólo ha sido capaz de buscar alternativas de hace un siglo. Mientras tanto, póngase un vídeo de Las Chillers para que la espera, al menos, sea entretenida.