¿Sabéis cómo se llama a esas personas que pasan años enamoradas de otras y nunca les dicen nada? ¡Exacto! Idiotas. Esas personas son idiotas. Somos, quise decir.

Pasé el instituto enamorada de él y cuando comenzamos la universidad, así seguí: enamorada. Me apunté al aula de teatro por él, para qué mentir y sufrí sobremanera cuando comenzamos la facultad pensando en que se acabarían esos momentos compartidos en los ensayos y representaciones, pero hubo suerte y él decidió continuar en el grupo de teatro y, claro, yo con él. No penséis que lo hice sólo por él. A mí me gustaba actuar, aunque me gustaba más escribir y es cierto que de no haber seguido él, pues quizá hubiese abandonado, pero no lo hice y menos mal. Buena, buena, lo que se dice buena, yo no era actuando. Así que durante los cuatro años del instituto lo vi rotar compartiendo protagonismo con todas menos conmigo. Hasta la facultad, ¡oh, sí!

Alternábamos la representación de clásicos, nuevas obras y obras escritas por nosotros mismos y ahí es donde tuve mi oportunidad. Al fin pude escribir y protagonizar una pequeña comedia romántica junto a él. Fue en primero de carrera. ¡Qué gran año, madre mía! Justo tú se llamaba aquella obra, no lo olvidaré en la vida. Por primera vez sentí mías las palabras que decía sobre el escenario. Por primera vez lo besé.

Comenzaba la obra con un monólogo mío. Lo sé, qué falta de pudor, escribir yo misma la obra y adjudicarme los diálogos más extensos, pero sabía yo que muchas ocasiones como aquella no se me iban a presentar. Aún recuerdo aquellas palabras:

«No sé muy bien por qué lo quiero, quizá sean cosas ridículas o insignificantes, pero más no lo puedo querer y mientras sigan esas cosas insignificantes no puedo dejar de hacerlo. Pero, ¿tú lo has visto caminar? Fíjate, pone los pies así como excesivamente rectos y eso hace que se muevan sus caderas de una forma nunca antes vista. A veces, se sonroja cuando habla, cuando le hablo y es muy muy difícil no besarlo en esos momentos. Y ya has visto su pelo abundante y despeinado con ese flequillo que dan ganas de pasar la mano por él. ¿Has visto esos pequeños surcos que se forman en sus mejillas cuando sonríe? Lo vuelven irresistible, Marga. ¿Y sus dientes? tiene los dientes desordenados más perfectos que he visto en mi vida».

Este tostón se lo soltaba a una compañera de reparto que se pintaba las uñas como el que oye llover, mientras yo divagaba con entusiasmo. La descripción coincidía plenamente con mi amado, lo cual no era ningún disparate, pues él protagonizaba la obra, claro.

La historia de amor de los protagonistas sucedía a lo largo de varios años y constituía la hora y diez minutos más corta que jamás haya existido.

«Se me pasa la vida echándote de menos, viviendo de recuerdos», le hice decirme a su personaje en una de las escenas finales. ¡Cómo disfruté!

«Se me pasa la vida mientras me faltas, agarrándome apenas a tus llamadas, a tus cartas. Se me pasa la vida con tu ausencia, mientras me alimento a base de fotografías y esas imágenes que logro almacenar en mi retina, mientras te tapas la cara en nuestros momentos juntos y me dices que no te mire tanto, que te da vergüenza, que te voy a desgastar y es que yo sólo trato de guardar con llave esa imagen en mi retina y traerla cada vez que la necesite. Es decir, siempre».

Todo esto me lo decía, agarrándome ambos brazos y mirándome a los ojos. ¡Qué bueno era! Casi me lo creía. Visto con el tiempo, el texto no puede ser más patético, pero vaya a mí me hizo ser la mujer más feliz dentro y fuera del escenario. Dice un amigo que lo nuestro es demasiado difícil y que él lo cortaría ahora, antes de que sea tarde, antes de sufrir. Que no es nada práctico, que no estoy siendo inteligente. Pero, ¿sabes? Imagino que me quede un sólo día de vida y prefiero tener esto que no tenemos cada día a nada contigo».

Y ahí, justo ahí, nos besábamos. Era un beso largo, excesivamente largo en los ensayos y excesivamente largo durante la representación. Un beso cortísimo para mí. El beso impuesto más auténtico que he dado en mi vida. Un beso que aún me dura. Un beso del que, después de muchos años, nos reímos juntos todavía. Un beso al que han seguido muchos, muchos besos suyos.