A los abuelos siempre les gusta presumir de nietos y el mío tiene una frase para tal fin, que repite cada vez que tiene ocasión: «No entiendo cómo tengo unos nietos tan listos siendo yo tan tonto». Y yo, siempre que lo escucho repetir su máxima, le digo que se equivoca, que los tontos somos nosotros y el listo es él. Mis abuelos no tienen títulos universitarios ni saben inglés pero lucen en la mesa de su salón tres placas conmemorativas a ´los mayores del pueblo´, un reconocimiento otorgado por la escuela de la vida, esa que solo te da la experiencia y en la que no te falla la memoria. Sus lecciones fueron prácticas, basadas en la asignatura del amor, siempre en contacto directo con la realidad, y educados para resolver problemas, que solo ellos solucionarían. Sí, esto que tanto defienden las teorías de la educación y que tanto admiramos de Finlandia, lo han vivido ellos toda la vida. No hace falta irse tan lejos. Trabajaron duro, sembrando la tierra y escuchando a la Piquer y, ahora, a sus noventa y tantos años, respiran tranquilos, libres de tecnología, y con una salud de hierro, que ojalá sus genes corran por mis venas. Sin duda, estoy de acuerdo con Gloria Fuertes cuando dice que «los niños que tienen abuelos son más felices que los que comen perdices».