Los vecinos de la rive droite del Segura no son precisamente la gauche divine. Al contrario, son los olvidados del reino perdido del Rey Lobo. Los barrios del Carmen, del Infante Juan Manuel y Barriomar lindan con Santiago el Mayor y unas cuantas pedanías de las más feraces de la Murcia capitalina, con una frontera que, por seguir con el francés, le llamaremos le chemin de fer. Probablemente su condena derive de su propia riqueza. Los eriales del norte eran más proclives a la especulación del ladrillo y las recalificaciones lucrativas. Su reivindicación del soterramiento de las vías aprovechando la llegada del AVE está lejos de ser una realidad. Dura penitencia para tan capital pecado. Permítanme el consuelo de una historia que tal vez no sea más que el sueño de una noche del verano huertanico que se adelanta en estos mayos.

Corría el siglo II de nuestra era, en el que fueron emperadores dos romanos nacidos en Hispania, tío y sobrino respectivamente, fundadores de la dinastía de los Antoninos. Pasan por disputarse el honor de ser el mejor emperador de Roma. El primero engrandeció el imperio llevándolo a sus más lejanos límites, después de conquistar la Dacia, tierra ribereña del Danubio que hoy viene a coincidir con Rumania y Moldavia. Los dacios de Decébalo eran tan aguerridos que si no vencían, morían en la batalla a mayor gloria de Zamolxys, su dios. Sometió después a los nabateos, se anexionó la Arabia Pétrea y llegó hasta la ciudad de Susa, en su victoriosa campaña contra los partos. Trajano nombró sucesor a su sobrino Adriano, nacido también en Itálica, de quien decían que hablaba un latín con acento andaluz. Aunque lo que sí parece más cierto fue su afecto por Antinoo que reflejara con maestría Margerite Yourcenar en sus Memorias de Adriano. Las gestas bélicas del primero llevaron al Imperio a su máxima expansión y los viajes del segundo por los vastos territorios conquistados dejaron muestras de empeño por lograr un territorio menos extenso pero más gobernable. Ambos fueron ejemplo de grandes dotes organizativas y dieron muestra de importantes obras públicas que perduraron más allá de la frágil memoria humana.

Fuera el tío o el sobrino, parece ser que los habitantes de lo que entonces era Segovia tenían problemas de abastecimiento de agua, tal que los regantes murcianos. Pero entonces se trataba de beber y no precisamente vino, que también era costumbre muy romana. De manera que la petición de los segovianos fue atendida, pero no en la manera que todos esperaban, puesto que un acueducto tenía enormes problemas de todo tipo para los vecinos: el goteo y ruido continuo del agua y la rapiña de las aves que paraban para beber y dejar secos a los habitantes de la ciudad. De manera que el procónsul de aquel entonces convenció a los ciudadanos de que el agua llegaría por una conducción subterránea.

Pero el coste del soterramiento de la obra era elevado y por aquellos tiempos, bien por las conquistas militares, bien por dejar memoria de ellas en la sin par Columna Trajana, el agua no llegaba desde el manantial de la Fuenfría en el paraje de La Acebeda. Así que los ediles segovianos depositaron su esperanza en el bien querido Adriano, que era también del mismo partido hispano. Pero el buen emperador estaba más preocupado del limes británico de Caledonia y frenar las incursiones de los pictos, para lo cual pasó a la posteridad su larga fortificación hoy conocida con el nombre de muro de Adriano. De manera que en los presupuestos de los Antoninos, cinco emperadores bien recordados como la edad de oro del Imperio, nunca hubo partida para el abastecimiento subterráneo de las aguas de Segovia, no obstante las reiteradas promesas de que el agua llegaría soterrada. De esta guisa, el gobernador de la Hispania Ulterior recurrió al ingenio de un abastecimiento en superficie que tendría carácter provisional. A la edil portavoz del municipio segoviano, Saturnina Flumini, debemos el palimpsesto de un memorable discurso en el que conminaba a los plebeyos de la ciudad castellana a que perdieran sus miedos, porque el gobierno de los populares había logrado un acuerdo histórico y la obra en superficie sería una solución provisional. Después de todo, hasta el mismo pretor urbano de nombre faraónico y glorioso recuerdo, Mikel Ank-Amón, ya había salido en manifestación con los segovianos que pedían el soterramiento del AVE€ perdón, del acueducto. Y si no podían pasar por encima de una de las maravillas del mundo romano, seguro que podrían hacerlo por debajo de las magníficas dobles arcadas que cruzan la plaza del Azoguejo.

Y así fue como los siglos posteriores contemplaron el que hoy es Acueducto de Segovia, que llegó en superficie tan sólo provisionalmente, mientras se iniciaban las obras de soterramiento. Hablaremos otro día de la ingeniería romana, del centímetro de desnivel por cada metro de longitud, que permitía fluir el agua sin torrente para que los impúberes pudieran jugar a fletar barquitos de papel, si es que para aquel tiempo ya se hubiera inventado el sustituto del papiro o de la tablilla de arcilla.

Dicen las malas lenguas que el proyecto de entubamiento nunca llegó a redactarse, pero que Vitrubio se embolsó una sustanciosa comisión diseñando la cloaca máxima que atravesaba la estación del Carmen€ perdón, el foro segoviano. Permíteme, lector, que parafrasee a Octavio Paz y diga «pobre Murcia, tan cerca del poder y tan lejos de Dios».