Si aún queda alguien que no haya entendido cómo hemos podido dejar que nuestro Mar Menor pase de ser un lugar privilegiado, paradisíaco y envidiado a una laguna turbia, maloliente y repulsiva que no le dé más vueltas. Que lea de nuevo la fábula de la gallina de los huevos de oro que, por cierto, se le atribuye al autor griego Esopo. Vamos, que ya hace mucho tiempo que alguien advirtió de que la avaricia rompe el saco. Hemos exprimido de tal manera nuestro tesoro costero que lo hemos dejado al borde de la muerte y sólo hemos intentado parar cuando la agonía es más que evidente. Esperemos que no irreversible.

No podemos alegar ignorancia o desconocimiento. Basta con tirar un poco de hemeroteca para comprobar que las alertas y las alarmas son constantes desde hace años. El primer ejemplar de LA OPINIÓN de este tercer milenio, publicado el 2 de enero de 2000, ya recogía el siguiente titular a cinco columnas: «Un estudio advierte del grave deterioro del litoral murciano». La información partía de un biólogo de la propia Comunidad Autónoma y señalaba: «Unos 150 kilómetros de costa han sido engullidos por la vorágine urbanística e industrial y, como consecuencia de ello, los ecosistemas asociados al litoral se han visto afectados de tal manera que gran parte de sus valores naturales han desaparecido o se encuentran en una crítica situación. Una de las zonas más castigadas es el Mar Menor».

Quisiera subrayar que, pese a que la noticia puede parecer actual, se publicó hace más de 17 años, que ya entonces se criticaba el modelo de desarrollo urbanístico de la zona en paralelo a la línea costera y que se vislumbraban los efectos que una creciente agricultura tendrían sobre la laguna. Podría haberme remontado más atrás en la hemeroteca y estoy convencido de que hubiera encontrado avisos sobre la grave enfermedad que ya padecía el Mar Menor. En cualquier caso, los más de tres lustros que llevamos de siglo XXI me parecen más que tiempo suficiente para haber aplicado los tratamientos de cura urgente que precisaba esta joya que nos dio el Mediterráneo. Por el contrario, hemos preferido ir tirando con parches y soluciones momentáneas o a medias y hemos dejado que el enfermo empeore hasta llevarlo a la UCI.

Lo peor es que la impresión que he tenido esta semana, cuando se ha anunciado que todas las playas del Mar Menor pierden sus banderas azules de cara al verano, que ya está aquí, es que a nuestros políticos, más que enfadados, compungidos o indignados, los he visto resignados por la decisión. La excusa de que eligieron un mal momento para la medición de la calidad de las aguas y de que ahora están mucho mejor ni siquiera engaña a quien las pronuncia. Y no convencen a nadie. Al menos, nuestros políticos han hecho lo que mejor saben hacer, salir el día siguiente a intentar parar el chaparrón con el anuncio de una lluvia de euros para elaborar una campaña que contrarreste la mala imagen que se está dando del Mar Menor y, por ende, de nuestra Región. Porque en este mundo lo que importa es la imagen que se da y no la real, porque quien ofrece la cruda realidad es un alarmista al que hay que parar ahora y hace 17 años, porque la dolencia podría quedar oculta si el mensajero no la descubre o la disimula y el enfermo puede seguir rindiendo antes de que ya no pueda más o del desenlace final.

El daño ya está hecho y no hay campaña promocional que lo impida. Un familiar cercano ha alquilado los dos últimos veranos durante una quincena un piso en primera línea de mar en Playa Honda, pensaba seguir haciéndolo, pero se ha echado atrás. Podría haber esgrimido que las penosas imágenes del Mar Menor que ha visto esta semana en una televisión de ámbito nacional tienen mucho que ver. Sin embargo, fue una decisión que tomó al final de sus vacaciones del año pasado, tras haberse bañado diariamente en la piscina de la urbanización donde se alojó y haber renunciado a hacerlo por ´asco´ en el agua del mar, que tenía a apenas cincuenta metros. Yo mismo comprobé en una visita que le hice cómo una repentina plaga de extrañas babosas invadía la orilla y espantaba a los bañistas, horrorizados por la presencia de esos bichos más propios de una película de terror que de un supuesto enclave natural de lujo.

¿Cuántos casos conoce usted como el de mi familiar? ¿Cuántos madrileños o ciudadanos de cualquier otro rincón de España dejarán de venir este verano y los siguientes a las playas de nuestra Región? A las del Mar Menor y a las del resto de la Comunidad, porque la gente tiende a meterlo todo en el mismo saco. ¿Cuántos millones de euros invertidos en promoción turística durante los últimos años se van ahora por la borda? Quizá, todo ese dinero se podría haber destinado a curar al enfermo, en lugar de a tapar su enfermedad. Y, tal vez, nuestra gallina de los huevos de oro no estaría con un granjero sujetándola por el cuello a punto de abrirle el vientre con un cuchillo que la deje estéril para siempre.

Que nos quiten las banderas azules es un mal menor. Poco importan los mensajes que se lancen, sean benévolos o alarmistas. Hay que defender la supervivencia con hechos y con reivindicaciones, como la que hace a diario este periódico desde el pasado 9 de octubre en su contraportada con la silueta de un caballito de mar junto al lema «Salvemos el Mar Menor».

Y ojalá que algún día, más pronto que tarde, un baño en sus playas sea apetecible. Sólo entonces volverán.

Esperemos.