Quizá debamos dotarnos de un criterio de juicio adecuado para las ocasiones en que, como en las elecciones francesas, ningún candidato cumpla con nuestro deseo. En todas las demás circunstancias de la vida tenemos escenarios B. Para la decisión política parece que no es así. Si no tenemos el presupuesto adecuado para comprar una mercancía dada, optamos por otra; en todas las opciones, siempre imaginamos una alternativa. Para el deseo político, las identificaciones son absolutas: o completamente el mío, o nada. En los demás deseos, todo puede ser graduado. En la política, parece que dar nuestra voz, entregar nuestro voto, implique algo de irrenunciable. Ahí nos damos nosotros mismos. Y eso parece requerir la plenitud de la representación sustancial. Este argumento ha llevado a muchos votantes de Jean Luc Mélenchon a abstenerse en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas. Ésa no ha sido una decisión correcta.

Aunque ajenos a las tensiones específicas de quien tiene que decidir de verdad, los españoles se han entregado a intensos debates acerca de la actitud a seguir en el caso francés. Algunas de esas polémicas han cursado de forma violenta, excitada, con todo género de calificaciones y comparaciones. En muchas ocasiones parecía que estábamos en la víspera de 1933 y que Europa se debatía entre la democracia y el fascismo. Las opiniones iban desde acusar a Mélenchon de colaboracionismo con el advenimiento de la dictadura de Marine Le Pen por proponer la abstención, hasta denunciar como entreguismo vergonzoso al neoliberalismo a quien votara a Emmanuel Macron. Pero afortunadamente ninguna de las acusaciones era razonable. La situación de Francia es delicada, pero no presenta el nivel de dramático patetismo que tuvo el escenario europeo de los años 30. Se mire como se mire, estas elecciones francesas no dejaban de ser normales.

Por eso quizá deberíamos disponer de un criterio político básico para enfrentarnos a estas situaciones y descargarnos de toda pretensión de absoluto cuando expresamos nuestros deseos políticos. Ese cambio de actitud pasa por el descubrimiento de la lógica más básica de la democracia, pues no podemos descargarnos de lo absoluto mediante cualquier criterio. Creo que en esta dirección, la cuestión más decisiva es garantizar los derechos de las minorías. Lo que me indispondría a votar a Le Pen no es que yo desprecie el malestar de los agricultores y ganaderos franceses, ni la desesperanza de los trabajadores galos de las industrias tradicionales, de los antiguos centros productivos hoy deprimidos y otrora graneros de votos del PCF. Al contrario. Creo que la falta de cuidado y de sensibilidad de los políticos tradicionales les ha dejado muy poca opción a todos estos votantes. Sin embargo, aunque han perdido condiciones materiales de vida, no se les ha privado de derechos. Ser más pobre es doloroso, pero cambiar el estatuto como ser humano y ciudadano es angustioso.

Y eso, su xenofobia, su islamofobia, su percepción acerca de las minorías que habitan el suelo francés, me distancia absolutamente de Marine Le Pen, hasta el punto de que, de poder votar, no habría dudado un instante en votar a Macron. Pues el programa político de Le Pen amenaza de forma intensa y dramática con una disminución radical de derechos a amplias minorías francesas y europeas. Esto es una reducción drástica del sentido democrático de nuestras sociedades y el inicio de una involución respecto de sus capacidades de integración. En efecto, de ganar Le Pen, el estatuto jurídico de muchos ciudadanos franceses procedentes de la emigración o de la integración europea se habría visto drásticamente alterado. Las consecuencias de estos cambios jurídicos habrían sido ingentes, y habrían sumido a poblaciones enteras en procesos de angustia, inquietud y desolación que amargarían sus vidas y las atravesarían por las incertidumbres existenciales. Considero que votar contra esta posibilidad es un imperativo democrático. Si ponemos en un platillo las certezas ideológicas, las adscripciones absolutas, las identificaciones plenas, y en el otro la certeza de que millones de ciudadanos nuestros perderán derechos y con ellos esa tranquilidad de ánimo que sólo conoce quien mira al futuro con la seguridad de que tendrá un país propio en el que no podrá ser acosado, perseguido o despreciado, entonces podremos evaluar la situación correctamente. Es posible que ninguno de nuestros deseos particulares alcance cumplimiento con esta elección, pero sin duda lo hará nuestro deseo general, común, político, un deseo de principios, una profunda convicción de defender la democracia.

Además de que no hay la más mínima evidencia de que, lesionando los derechos de los emigrantes, de los europeos, o de los creyentes islámicos o judíos, se atiendan mejor los derechos de las poblaciones que con razón luchan por ver atendidos sus intereses. Por supuesto que los campesinos, los jóvenes sin trabajo y los obreros industriales sin perspectiva, los ancianos de las pequeñas poblaciones deprimidas de provincias, tienen derecho a que el Estado francés se ocupe de ellos. Pero no tienen ningún derecho a exigir que esto pase por eliminar los derechos de millones de franceses que profesan la religión islámica y vinieron a su país cuando este los necesitaba. Sobre todo, porque no tienen evidencias de que eso sea efectivo para mejorar su propia suerte. Por supuesto, si se regresara a la política nacional de imposición de aranceles, quizá mejorase la suerte de la agricultura y la ganadería francesas. Pero convendría computar lo que empeoraría el destino de otros segmentos de la población, los sectores exportadores y turísticos.

Y esto es lo fundamental. Cuando la democracia ha perdido el horizonte de mejorar de forma equilibrada los intereses de los distintos sectores sociales, entonces empieza la cuenta atrás de que esos mismos sectores se crean que sólo si alguien pierde ellos podrán mejorar. La estasis, la violencia moral básica que recorre la vida de las comunidades europeas, hunde sus raíces ahí, desde las grandes movilizaciones de las ciudades griegas del siglo VI antes de Cristo hasta el presente. Frente a esa estasis, que tiende a formas de escalada, lo único que los pueblos han opuesto desde hace milenios es el sentido común republicano, la percepción de que un nuevo contrato social debe fundarse de tal modo que los diferentes sectores se sientan integrados o al menos asuman cargas y sacrificios compensados.

Nuestras sociedades democráticas están basadas sobre una promesa de felicidad general. Esta se modula en exigencias proporcionales a la situación de la que cada uno procede, y puede ser graduada entre conquistas y resignaciones. Pero esa promesa no puede ser abandonada. Cuando una sociedad la olvida, entonces debe disponerse a abandonar también la democracia. O una cosa o la otra. Sin embargo, ninguna sociedad como la nuestra en la historia de la humanidad ha mostrado tal capacidad de producir cambios que requieran reequilibrios continuos, so pena de dejar en la cuneta a poblaciones crecientes. Por eso nunca como ahora esa tensión entre democracia y promesa de felicidad se ha presentado tan desnuda, y con ella la amenaza de que las decisiones políticas impliquen disminución de derechos y limitación de los procesos de integración. Y por eso nunca antes las sociedades han quemado tan deprisa la confianza política en líderes cuya mirada esclerotizada los hace insensibles para apreciar los cambios que nuestro sistema productivo genera.

Y por eso, el voto favorable a Macron, del que apenas teníamos duda que sería mayoritario, deberá significar una defensa íntegra de los derechos actuales de los franceses y de los europeos; pero también un mandato de que ese gran país reequilibre los intereses básicos de sus diferentes sectores sociales. Y complace imaginar que ese voto favorable a Macron ha venido dictado por la fidelidad a ese profundo sentido republicano que, sin arrogancias, mira la razón que también asiste a aquellos a quienes su dolor los haya llevado a votar a Le Pen.