Francia tiene un Estado insostenible, un gigante que crece cada día más inútil y que la ha llevado al anquilosamiento y a lo peor que puede pasarle a una nación: la burocratización absoluta de toda su vida pública. No hay actividad social, cultural o económica que no pase por el control o la supervisión de algún órgano administrativo, que, además, no suele servir para resolver nada. Incluso da la impresión de que la sociedad entera se ha contaminado de la burocratización: hasta los bancos funcionan con el «vuelva usted mañana» con que Larra resumió, magistralmente, la naturaleza última de la burocracia. Hace un par de años intenté abrir una cuenta bancaria, entré en un banco muy conocido, y en una sucursal del centro de la ciudad francesa en que me encontraba, creyendo que no tendría más que esperar una pequeña cola. ¡Qué pijo! Te daban cita para una semana después. Les decías que te ibas a España al día siguiente y te acompañaban en el sentimiento, pero no te abrían la cuenta. Al menos nuestros bancos te abren la cuenta, aunque luego te cobran por tener el dinero allí y hasta por ir a pagar en ventanilla, para recuperarse, pobres, de habernos llevado a la ruina. Pero es inimaginable que estos lagartos nuestros no te abran una cuenta al segundo siguiente de solicitárselo.

Tampoco puedes alquilar un piso: eres extranjero y no pagas impuestos en Francia. Da igual que seas solvente, ciudadano de la Unión Europea o hasta que deposites el dinero de un año entero en una cuenta garantizada: ni siquiera las agencias inmobiliarias, que se supone que viven de ello, te dedican ni un minuto si no llevas avales de un ciudadano francés. Además de tener que firmar setecientos documentos, en el caso hipotético de dar con un mirlo blanco que se dé cuenta de que no nos vamos a llevar las cortinas y salir corriendo. Lo más divertido, y la razón de este relato, es que hay una ley que prohíbe que esto ocurra (es decir, que no se alquile un piso a alguien por ser extranjero), y un organismo dedicado a velar por el cumplimiento de esta ley. Y allí que me fui. Esperamos en la puerta a que abrieran. No sólo éramos los primeros, sino, en aquel momento, los únicos. Pero, ay, no llevábamos cita previa: les explicamos que éramos españoles y nos marchábamos al día siguiente sin dilación posible. Y que por eso estábamos allí, porque éramos extranjeros y no nos alquilaban un piso por serlo, que parecía ser el cometido de esa oficina llena de empleados que no nos querían atender a pesar de estar desocupados. Es que no teníamos cita previa, Monsieur.

Al final salió una persona (la única persona, el resto eran acémilas imperturbables que siguieron tocándose el lerele a pesar de nuestra desesperación) y nos dio una explicación, aunque era como la de Pepe Isbert en Bienvenido Mr. Marshall: absurda, pero sin gracia. Resultaba que sí, que ellas eran la oficina destinada a impedir que estas cosas ocurrieran, pero que no podían hacer nada, que no se podía obligar a nadie a alquilar a pesar de la ley. Las preguntas son tan obvias que da vergüenza hasta formularlas: para qué servía la ley y para qué servía esa oficina.

Eso es, nada menos, a lo que tiene que enfrentarse Macron si quiere devolver a Francia al lugar de potencia económica y cultural que siempre fue: limpiar, reducir y airear un Estado gigantesco y esclerotizado que ya quema un 52% del PIB de la segunda potencia económica de Europa, que se hace más mostrenco e inútil cuanto más crece, que interviene en todo y que ha creado una Francia de ciudadanos-bureau (no en vano buró es una palabra francesa) a la que hay que desacostumbrar a depender del Estado. Y sobre todo, a pensar como el Estado.