Nada chirría más en la carretera que ese claxonazo airado hacia un ciclista; ningún reproche resulta más desmedido que ese conductor que despotrica desde su vehículo al tipo que se desplaza en una bicicleta. Es injusto incluso cuando lleva razón, pues el ciclista se desenvuelve como el ser más vulnerable de ese ecosistema despiadado que es la carretera. La actualidad nos sacude de nuevo esta semana con una nueva muerte de un ciclista (tres fallecidos en Oliva -Valencia-, arrollados por una conductora que dio positivo en alcohol y drogas), con el frío dato para una ilustrar una realidad (400 han perdido la vida en la última década) y con la previsible reacción desde el Gobierno nacional, que ha anunciado un «plan especial de protección y seguridad para los ciclistas». Con todo, el asunto es demasiado complejo como para intentar solucionarlo a golpe de medidas efectistas. Pero frente a la indefensión natural del ciclista -su chasis es el cuerpo- y el azar siniestro de la carretera, puede -debe haberlo- existir un terreno en el que es posible combatir: erradicar las malas conductas contra los ciclistas. Ese metro y medio de separación no es un gesto de consideración, es lo que procede; esa paciencia ante el ciclista que circula por delante no es una cortesía, constituye una obligación.