«Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver». Una de las milongas más gordas que nos han colado, desde que el mundo es mundo y desde que nos aprendemos de memoria las letras de las canciones. Hay que ver cuánto miedo nos da estropear un recuerdo. Como si acaso vivir no fuera un poco eso: ir coleccionando recuerdos, para cuando lleguen las vacas flacas del día a día y de la memoria. Al lugar donde has sido feliz, que me desvío, no sólo debes de intentar volver cada vez que puedas: si te es posible, cómprate allí una casa. Yo, sin ir más lejos, vengo cada día al lugar donde fui y soy feliz. Y cada verano, desde hace ya unos cuantos, me escapo al lugar donde soy más feliz todavía. Precisamente porque aspiro a seguir siendo feliz, como absolutamente todo ser humano. Si sé que en un lugar hay belleza, hay alegría, hay bonito, hay eso que algunos llaman magia, por qué iba a querer perdérmelo. «Oh, ya lo viví, no quiero adulterar su historia». Como la anécdota de aquel que se compró unos patines preciosos y se los puso un día, para no ensuciarlos, pero nunca más los disfrutó, para no ensuciarlos. Y, claro, se le quedaron pequeños. En un siglo XXI convulso, como cada siglo, donde lo habitual es ver paisajes a través de pantallas, vayamos a los lugares donde hemos sido felices y acabemos con esa estúpida leyenda urbana que es simplemente miedo. Y, si lo que te duele es no estar en ese mismo lugar con una persona en concreto, no le eches la culpa al sitio. Igual que 2016 no tuvo la culpa de que se le muriera George Michael.