Hoy, 1 de Mayo, hace 131 años que la clase trabajadora de Chicago inició una huelga por la consecución de la jornada de trabajo de 8 horas; lucha que acarreó el ahorcamiento de cuatro dirigentes anarquistas( Spies, Parsons, Engel y Fischer)acusados de unos hechos de sangre que no habían perpetrado. En su honor, cada primero de mayo tienen lugar desfiles por todo el mundo (excepto en EE UU, Canadá y otros países) en los que se exponen las reivindicaciones laborales, se exhibe el músculo del movimiento obrero y se reivindica su dignidad. En no pocas partes del planeta esta movilización se sigue reprimiendo, como ocurría en España durante la dictadura franquista.

Desde esos años de finales del siglo XIX, la evolución de las condiciones de trabajo ha ido variando en función de la correlación de fuerzas entre patronos y obreros en los distintos países, así como del papel que el Estado ha adoptado en la lucha de clases, la cual ha sido siempre, como señalaba Marx, el verdadero motor determinante de la historia. Actualmente, atravesamos un período en España y, en general en su entorno inmediato (la UE), que se caracteriza por una ofensiva contra el trabajo que arranca a finales de los 70, con Reagan y Thatcher, y que se prolonga hasta nuestros días, tratados europeos y políticas austericidas mediante, que no han tenido otra finalidad que la de reducir el valor de la fuerza de trabajo, es decir, el salario, tanto directo(sueldo) como indirecto(Estado del Bienestar). Es más: la crisis que se inicia en 2007 es de carácter financiero, resultado de una distribución del ingreso contra el trabajo y la producción y a favor de las finanzas. Algo así como lo ocurrido en los años 30 del siglo pasado, cuando estalla una crisis que condujo a la Segunda Guerra Mundial y que tiene su origen en la desigualdad incubada en el período entreguerras, de la que derivó una hipertrofia del sector financiero, sumergido en una orgía especulativa.

Así pues, las grandes crisis de la historia, sobre todo de la contemporánea, se fundamentan en la debilidad de la clase obrera, en la desigualdad, en la acumulación de grandes fortunas que buscan agrandarse en el camino de la explotación. Y en ésas estamos en estos momentos en nuestro país, con unos niveles de inequidad sin parangón entre los países occidentales desarrollados, con una precariedad laboral sin precedentes no sólo en relación a la etapa democrática, sino respecto de la última década de la dictadura.

Los salarios de miseria, que no permiten una vida mínimamente digna, y la escasísima capacidad negociadora de trabajadoras y trabajadores, están convirtiendo el Estado Español en un páramo social, donde las condiciones de la gente obrera no se corresponden en absoluto con el nivel de riqueza de la sociedad. Y ése es el germen de la crisis social y política, de la desafección hacia las instituciones y del crecimiento, en algunos países europeos, de un populismo de derecha que recuerda al fascismo de los años 30. En el centro de todo, pues, el trabajo y la clase obrera.

Por consiguiente, cualquier estrategia política de cambio ha de pasar por la consideración del papel nuclear que han de desempeñar las clases trabajadoras en el proceso de transformación política. Sin una mejora de los salarios, sin un incremento de la capacidad negociadora obrera en las empresas, no hay reducción del paro ni crecimiento económico sostenible.

Esto es tan evidente que ya lo postulan algunos representantes del poder económico y político. La sanidad, la educación y las pensiones son componentes del salario indirecto, y por tanto también nos remiten a la situación de la clase trabajadora. Unos salarios justos y un Estado del Bienestar sólido, por su parte, conllevan una distribución fiscal, o justicia impositiva, que vertebran la sociedad y la estabilizan.

La conclusión es muy clara: la calidad de la democracia es directamente proporcional al peso de la clase obrera(en su heterogeneidad actual) dentro del sistema económico y político, aunque algunos no lo entiendan.