La jacaranda es un árbol azul; de un azul intenso, que en los atardeceres es casi morado, mientras en las alboradas palidece como si el silencio le diera un poco de suavidad. Esa suavidad de la adolescencia, que siempre es un poco pálida, si no por fuera, al menos por dentro.

La jacaranda florece en mayo, la veo desde el balcón. En el fondo la primavera es un milagro, un milagro de Dios que llega inesperadamente desbaratando fríos y borrascas y además poniendo en el alma humana sueño, color e ilusión. ¿Quién no se ve desbordado por tanta belleza derramada y tanta muchacha en flor?

Mañana será mayo, el mes de las flores; días para añorar la infancia huída, los cánticos a María entre aromas de azucenas y cilindros, y volver a evocar, aunque sea desde nuestro interior, aquella Primera Comunión olvidada por todos menos por uno mismo: el siempre acalorado día del Trabajo; la Virgen de Fátima, San Isidro; los partos programados ante el calendario para hacerlos coincidir con la estación vernal, todo en mayo es vida, añoranza, color y palabra.

En la Edad Media, la cristiandad festejaba el tránsito de año a año el veinticinco de marzo, cuando florecían los campos y la tierra se desposaba, tras la soledad del invierno, con el equinoccio primaveral. Brotaban a un mismo tiempo el año, las flores y los nidos. Craso error el Año Nuevo actual, celebrado en el crudo invierno, metálico, con estrepitosas resonancias domésticas y callejeras. Una primavera inacabable de amores y de flores tiene que ser forzosamente una primavera creada por el arte y la poesía. Perdurable en su fragancia y en el sentido de las palabras.

Se equivocaron los románticos al tratar de encasillar a los poetas tras el niebla gris y sepulcral del otoño. Es ahora, en la primavera, cuando los poetas, al menos los murcianos, desenvainan sus armas para plasmar como en ninguna otra estación su talento y sensibilidad. Quizás sean los tiempos convulsos e impredecibles que vivimos o tal vez la luz cegadora de esta tierra, los que provocan una revolución en las musas que se acercan de manera pródiga, más que nunca, a mi modesto entender, creando una legión de poetas que son protagonistas en las redes sociales, en publicaciones, en lecturas de salón y en numerosas manifestaciones poéticas, remedo de los extintos juegos florales, justas y lides literarias.

La figura y la excelsa pluma de José Ángel Castillo Vicente ha dado nuevos bríos al arte de Calíope, brillando con luz propia en el firmamento de las letras murcianas de ahora. Alejado del divismo de los literatos al uso, Castillo es un poeta, un escritor con temperamento y alma de escritor, en el que el amor, y no es exagerado, se mezcla con la imaginación, aunque no se produzca estremecimiento ni mantenimiento privativo de ella.

El escritor suele tener ideas que casi nunca son enteramente suyas, porque suelen existir muy pocas ideas. El escritor se encuentra una idea que camina por los laberintos de su subconsciente: lectura, recuerdo, sueños, magia, retazos de la realidad que los demás no saben o no quieren ver, sentimientos en definitiva que a la mayoría resbalan. Esa idea incubada después del nacimiento de lo que sea (poema o artículo) es el oficio en el que cada uno mostramos en la copa del estilo, en el cristal de la creación. Imaginación, estilo y oficio en la palabra escrita son las virtudes que adornan la obra de José Ángel Castillo, de agradecida vocación tardía, ya que colma con cada verso la vida enriquecida con jirones de lo vivido, con esa elegancia profunda que sólo sale del alma de los buenos poetas.

Mañana será mayo y la jacaranda ya se ha vestido de azul, la veo desde el balcón; lo mismo que la eterna primavera a la que nos conducen los bellos poemas de José Ángel Castillo Vicente.