En la carcajeante película Los ladrones del tiempo de Terry Gillian, un exageradamente bajito Napoleón insulta y agrede a sus generales llamándoles 'monstruos despreciables' debido a su altura. Franco también era bajito, aunque no consta que insultara a sus generales. Más bien los enviaba al frente para que murieran y no le hicieran la competencia o los mandaba para que se estrellaran en un siempre discreto accidente de avioneta. Hitler tampoco destacaba precisamente por su altura. Pero todos estos gobernantes bajitos con malas pulgas parecen meros aficionamos si los comparamos con ese dictador bajito y gordito norcoreano, el tercero de su estirpe familiar, que, si no fuera porque da mucho miedo, daría mucha risa.

Es cierto que el tal Kim Yong Un tiene pinta de loco, y es bajito. Nada que ver con el apelativo de locos bajitos con el que cariñosamente nos referimos al común de los niños. Este bajito parece estar realmente como un cencerro. Aunque hay sesudos analistas que afirman que su estrategia no deja de ser altamente racional, si analizamos las escasas opciones que cuenta su régimen para seguir detentando el poder.

La lógica racional de su argumento me recuerda el chiste del señor que va haciendo palmas por la calle. Cuando le preguntan por qué lo hace, responde: para espantar a los elefantes. Y cuando el sorprendido viandante le responde que no hay ningún elefante, el individuo en cuestión replica: ¡claro, porque yo los estoy espantando! Según el loco bajito norcoreano, desarrollar el arma nuclear es la única forma de no ser invadido por el imperio enemigo. Y cuando los norteamericanos amenazan con bombardearlo si siguen expandiendo su capacidad nuclear, él responde: ¡por eso necesito fabricar más armas nucleares, porque de lo contrario me atacarían!

Una lógica infernal que está detrás de muchas de las grandes guerras que ha habido en la historia, que se plantean como un movimiento defensivo para evitar ser atacado y destruido antes de poder responder. Kissinger elaboró la teoría del 'gobernante loco', cuya reacción imprevisible atemoriza a sus contrincantes, incapaces de actuar al carecer de la certeza que proporciona una reacción medida y racional. De ahí a la doctrina MAD (que significa loco en inglés), o Mutual Assured Destruction (destrucción mutua asegurada), va un paso muy corto, estratégicamente hablando.

El problema es cuando dos locos se enfrentan en una situación dada. Trump no es un loco, pero es lo más parecido a un loco que tenemos entre los gobernantes accidentales. El problema es que este medio loco tiene el control del mayor arsenal nuclear del mundo, y de también de la mayor maquinaria militar convencional. Así que, aunque las posibilidades de que actúe como un loco completo son escasas, las posibles consecuencias son terribles. Un pequeño porcentaje de un daño gordo, es muy gordo.

La lógica de los militares sensatos norteamericanos, que afortunadamente dominan el staff de Defensa del presidente, es que los chinos se encargarán de controlar a su perro faldero, que más bien parece un perro presa canario asesino. El problema es que, para un estamento ferozmente nacionalista como el del Ejército Chino, la baza de la amenaza norcoreana es demasiado atractiva como para renunciar a ella de un plumazo.

Los bajitos con tendencias dictatoriales y con propensión a la locura tienen su correspondiente contrapeso en dirigentes de elevada estatura. Como cuenta un libro sobre reclutamiento que estoy leyendo, es difícil sustraerse al encanto de los hombres altos. Nosotros contamos, afortunadamente, con un Rey de casi dos metros, que encandila a todo el mundo por las buenas vibraciones que transmite a su alrededor y a través de la pantalla. Su padre, el Rey Juan Carlos, también era alto y también era un seductor. Es una suerte la nuestra, la monarquía de hombres altos, que apenas nos merecemos, y una mala suerte indudable para todos los nacionalistas que pueblan nuestra curtida piel de toro. Si solo hubieran tenido enfrente a un monarca bajito y enloquecido, estarían tocando el cielo de su independencia con la punta de los dedos.